Hoy me acordé de mi abuela, la vieja Bonifacia Ávila Cadena (Q.E.P.D.). Recordé su voz afable y su figura sentada en un taburete recostado a la tapia de la casa, en la puerta de la calle.
Mi abuela era una mujer negra de facciones finas, criada en Tamalameque, donde vivió toda la vida. Era hija de un ganadero local, pero fue criada por dos tías abuelas, Signecia y Felipa. Cuando tuve uso de razón, ella tenía más de 60 años de edad, entonces comencé a admirar su lucidez mental, su capacidad para narrar, la fantasía con que contaba las historias de la familia y sobre todo cuando hablaba del Tamalameque de ayer. Ella era cuidadosa de no estropear la verdad, pero también se percataba de utilizar las palabras precisas para mantener a sus nietos pegados a la narrativa, evitando que nos durmiéramos o nos distrajéramos.
Ella vivía en una casa grande, que es mitad barro y mitad ladrillo, en plena calle del comercio en Tamalameque, casa que aún pertenece a mi familia. Cuando era indagada por la historia de la casa siempre decía: “Esta casa va con el siglo, fue una herencia de las tías que me criaron”. Esto datos fueron corroborados posteriormente por mí, muchos años después de su muerte, en una arrugada escritura que databa del año 1900.
Por cariño me llamaba “mi general” y cuando pasaba por su casa la encontraba sentada en el taburete en la puerta de la calle, yo la saludaba para que me diera la bendición y poder seguir mi camino, pero en ocasiones me sentaba a preguntarle cosas o simplemente a dejar que ella contara una de sus miles de historias. Aunque nunca repitió una, lo que sí me repetía era una frase: “El que olvida está muerto, mi general, porque el olvido es la muerte misma o quizás peor”. Yo le refutaba siempre con los mismos argumentos: “No, señora, el que olvida puede recordar y el muerto no volverá a la vida jamás”. Ella, entre risas, decía: “Sabes que no, hay recuerdos que jamás vuelven y la muerte no es muerte, es una vida superior, dice la biblia, pero el olvido, hijo, es una tumba oscura donde nadie te visita”. El temor de mi abuela era ser olvidada. De hecho, ella misma me lo confirmó una vez: “No sé qué sea peor: ser olvidada o yo olvidar”.
Mi abuela era una lectora voraz de la biblia, era insaciable su afán de leer la palabra. Creo que se la sabía de memoria y la seguía leyendo para no olvidarla. Cuando estaba desocupada nos refería historias de sus tías y de su abuelo. Una vez dijo: “La historia es para no olvidar, porque el que olvido está muerto”. Cuando la encontraba en el traspatio aseando el corral de los puercos o barriendo yo la regañaba: “Vieja, de eso quieto, que lo haga otro”. Ella, con mirada de cariño, se me acercaba mientras me sobaba la cabeza y me decía: “El que no se ejercita se tulle, para un viejo no hay cosa más penosa entumecerse".
Esto me llevó a concluir que mi abuela tenía dos temores, el olvido y la tullidez, pero que estos no eran gratuitos, obedecían a trastornos de la niñez. Su abuelo, Tomás Ávila, quien murió en 1930, de un momento a otro comenzó a vivir en el pasado, a hablar con los muertos, a llamar y tratar a sus hijos con el nombre de sus hermanos, y a llamar a su mujer con el nombre de su madre. Llegó hasta el punto de creerse un niño. La familia no tuvo más remedio que amarrarlo de manos y piernas en el último cuarto de la casa, donde murió de viejo, siempre dialogando con antepasados ya fallecidos.
Por su parte, el temor de quedar tullida lo tuvo de la tía abuela Signecia Ávila, quien desde los 40 años fue reducida a un taburete que le ayudaba a movilizarse por toda la casa. Y por otro lado, la afectó saber que a una vecina familia, llamada Guillerma Catalina, luego de un mes de larga jornada quiso acostarse por el mismo tiempo a descansar y no pudo pararse más nunca de la cama. Se acostó y no se levantó ni para morirse 40 años después.
Cuando indagué a mi abuela al respecto le pregunté: "¿El tatarabuelo Tomás estaba loco?". Ella sonriendo me dijo: “No, de ninguna manera, la gente pensaba eso, pero nadie sabía que él tenía una enfermedad llamada olvido, el de loco no tenía nada, simplemente fue olvidando, él olvidó a todos y posteriormente todos lo olvidaron a él, hasta el punto de morir solo en su cuarto del patio”.
La abuela comenzó su camino acelerado hacia la vejez y decía: “Los años van lentos mi general y yo voy de prisa”. Yo le preguntaba: "¿De prisa para dónde?". Ella sonriendo me decía: “Voy de prisa en busca de la muerte antes que llegue el olvido y la tullidez”. Todos reían con sus comentarios, pero años más tarde, a mis 30 años de edad, pude notar que esta vieja longeva le causaba dificultad llamar a los nietos por sus nombres, por tanto llamaba desde el último al primero y remataba preguntando: “Ve muchacho, ¿cómo es que te llamas tú?”. Otro síntoma que se le presentó fue el hecho de extraviar la peineta con la cual se ajustaba el cabello a la cabeza, siempre le decíamos: “La tiene ahí abuela”. Ella con algo de rabia preguntaba: “¿Ahí donde?”. Entonces le señalábamos con el dedo el lugar de la mano o de la cabeza donde la tenía.
Al tiempo se le olvidó comer, bañarse, etc. Olvidó definitivamente los nombres de los nietos, luego el de sus hijos y quedó viviendo en un mundo extraño, que solo el tío abuelo Tomasito conocía. Él decía en voz baja: “Boni está viviendo en la casa de mamá Choa y papá Victorio, es una época muy lejana, está viviendo en el año 1935”. Efectivamente mi abuela quedó viviendo en un pasado muy remoto. El tío abuelo Tomasito pensaba que se había vuelto loca como el antepasado Tomás Ávila, pero en ese instante mi madre interrumpió y dijo: “Boni tiene Alzheimer”.
Y fue así como mi abuela comenzó a olvidarlo todo, se olvidó de mí y hasta de ella misma, al final se le olvidó comer y hasta caminar. Al verla ahí reducida a esa cama, vegetando sin saber quién era y ya sin la magia de su narrativa, pues se le olvidó hablar, entendí sus palabras: “El que olvida, está muerto mi general”. Años después la muerte llegó en silencio y se la llevó.
Lo raro es que luego el tío abuelo Tomasito presentó los mismos síntomas y posteriormente mi tía Elba Delia, ambos ya murieron. Yo hoy, muchos años después, mientras escribo esta columna llevo horas buscando mis gafas y lo más seguro es que las tenga puestas, pero aún no las encuentro.