En su importante (y no exento de críticas constructivas) libro Por qué fracasan los países, Daron Acemoglu y James Robinson llegan a la siguiente conclusión:
“Fundamentalmente, es una transformación política de este tipo lo que se necesita para que una sociedad pobre pase a ser rica… que los ciudadanos corrientes logren un verdadero poder político y cambien la forma de funcionar de la sociedad.
(p. 19 de la edición en español, Ediciones Deusto, 2012)
En otras palabras (y acá va mi interpretación): si queremos salir de la pobreza, debemos esforzarnos por construir una verdadera democracia.
¿Cómo llegaron estos científicos sociales a dicha conclusión?
Una de las preguntas clásicas de la economía política es la que se refiere a la relación entre desarrollo económico y democracia. Para los años cincuenta del siglo XX, la comunidad científica tenía claro que la observación mostraba una relación estrecha entre los niveles de crecimiento económico de un país y la solidez de su democracia. Lo que no se sabía era qué causaba qué: ¿la riqueza de una sociedad produce las condiciones para que florezca la democracia, o —por el contrario— la instauración de instituciones democráticas produce las condiciones requeridas para el florecimiento económico de un país?
Mediante una serie de técnicas metodológicas que combinan la estadística, la historia y los estudios de caso, Acemoglu y Robinson (y muchos otros colaboradores) realizaron un programa de investigación en torno a dicha pregunta que —al cabo de casi dos décadas— parece corroborar que, aunque la relación es compleja, el auge y el fortalecimiento de la democracia es lo que produce las condiciones para que un país pueda convertir sus recursos materiales y humanos en riqueza.
Más específicamente: la pobreza se arraiga en un país cuando este se maneja con base en instituciones económicas extractivas y con base en instituciones políticas excluyentes. Cuando las reglas de juego de la economía están orientadas hacia el enriquecimiento exclusivo de pequeñas e insidiosas élites, y cuando las reglas de juego de la política funcionan para excluir efectivamente a la mayor parte de la población de la posibilidad real de cambiar esas reglas de juego económicas.
El problema para un país así, para un país como Colombia, es que quienes definen las reglas de juego son quienes tienen el poder, son quienes hemos elegido al Congreso.
El problema para un país así, para un país como Colombia, es que elegimos atrapados en la pobreza: es racional vender el voto, sucumbir a las presiones o negar nuestra obvia convivencia con la corrupción que nos toca o nos favorece —por puestos de trabajo, lealtades familiares o a redes sociales, o por pura supervivencia— cuando vivimos o tememos caer en la pobreza; cuando la dignidad de la realización personal depende de los favores de nuestros patrones políticos, o de que nuestra pertenencia a sus círculos y clubes no incomode ni cuestione su poder. Nuestra fragilidad es la madre de nuestra sumisión, y el miedo nos vuelve intencionalmente ciegos.
Lo más fácil, entonces, es perder la esperanza.
Lo más fácil es actuar como si entender la realidad implicara someterse a ella.
Pero para cambiar el país, para florecer como miembros de una próspera comunidad de ciudadanos libres, debemos ser capaces de apostarle a la dificultad.
Tenemos que ser capaces de ver cómo esa ficción que desde Bogotá llamamos Nación en realidad solo se puede construir desde unas regiones interconectadas y empoderadas desde la apropiación ciudadana de los niveles municipales y departamentales de gobierno. (No deja de ser patéticamente cómico cuando los funcionarios que trabajan en la capital nos hablan “desde la Nación”, demostrando simbólicamente la realidad concreta de un centralismo que solo le es funcional a unas élites regionales enquistadas gracias al poder que les damos para que “gestionen” nuestro desarrollo desde la capital —incluyendo a las bogotanas, que también desangran a su ciudad y a su región—). Tenemos que mover una profunda y efectiva descentralización.
Tenemos que ser capaces de enfrentar con creatividad y compromiso el modelo de reforma de la educación que, en nombre de la competitividad y los puntajes en pruebas estandarizadas, está tendiendo —no sin buenas intenciones… por supuesto— hacia un excesivo énfasis en las competencias abstractas de “comprensión lectora” y “matemáticas”, por encima de las urgentes competencias ciudadanas que requiere nuestra población (y no estoy hablando de aprenderse el himno y honrar la bandera, estoy hablando de economía, ciencia política, historia, estadística y artes). Tenemos que volcarnos en masa, desde las facultades de ciencias sociales y humanidades, a los colegios y las comunidades.
Tenemos que ser capaces de rebelarnos contra nosotros mismos: ¿cerramos los ojos ante las trampas, los delitos y las injusticias que nos convienen, no nos afectan directamente o que cometen quienes conocemos o queremos? Solo la valentía de enfrentarnos a las aparentemente inocuas injusticias cotidianas nos hará florecer como ciudadanos libres en una sociedad próspera.