Hoy siento una especie de vanidad que, sinceramente, no me caracteriza. Y todo, porque presumo ser de los pocos que tiene en su biblioteca las obras cumbres de dos nobel de literatura dedicados y firmados de su puño y letra. Cien años de soledad de nuestro eterno e inmortal Gabo y, La ciudad de los perros del no menos eterno e inmortal Mario Vargas Llosa. La historia como conseguí ese par de tesoros es la siguiente:
Un día vino a Bogotá, proveniente de México, mi editor Cristóbal Pera, un español muy querido y muy buen amigo, quien también hacía las veces de editor de García Márquez en la editorial Random House Mondadori. Me dijo que el nobel quería ver la serie de Sin tetas no hay paraíso, la versión realizada por Caracol TV. Enseguida y henchido de orgullo me fui a una disquera y la conseguí. Se la dediqué con profundo respeto y se la envié a Cartagena donde, por esos días estaba nuestro Gabo. A los pocos días y ya de regreso a México, Cristóbal hizo escala en Bogotá con dos noticias que me alegraron el alma de manera grave: El Nobel se devoró la serie con Mercedes en dos tardes. Me mandó a decir que la serie era adictiva. Y, la segunda, quizá la más importante, aquí te manda un regalo. Cuando lo recibí, era nada más, ni nada menos, que la edición conmemorativa de la RAE sobre Cien años de soledad, debidamente firmada y dedicada. He recibido muchos regalos de la vida, me siento un bendecido, pero este, puedo asegurar que es de los más preciados. Por lo menos el que más me ha llenado de dicha el corazón. Desde entonces lo conservo en una cajita fuerte y lo miro de vez en cuando con todo el orgullo que cabe dentro de una persona.
La otra historia no es menos emocionante. Hace tres años Patricio Wills, presidente de RTI me anuncio la adquisición de los derechos de una obra de Mario Vargas Llosa con miras a realizar una adaptación para la televisión mundial. Enseguida le dije que para mí sería un honor adaptar la obra de un nobel. Lo había ganado en 2010.
Se trataba de la novela Travesuras de la niña mala. Sin pensarlo compré el libro y lo leí tres veces. Sabía que la responsabilidad era grande y no quería ser inferior al compromiso. Me encerré cerca de un mes a escribir la sinopsis de la adaptación y la entregué esperando el sí para iniciar a escribir los libretos. No sé en qué punto, el proyecto se congeló y no volví a saber más de él. Sin embargo preguntaba con ansiedad, de vez en cuando, y la respuesta era la misma: “Estamos esperando”. Aunque no me decían qué cosa. Hasta que el año pasado la espera de ese algo terminó. Hugo León me anunció que el proyecto se había desempantanado y que estaban mirando hojas de vida. Le entregué la mía y me puse a esperar de nuevo. En diciembre de 2013 me dieron la gran noticia: el nobel nos espera en Lima el 17 de enero, de este año. A tan pocos días de la tan anhelada cita me paralicé. Más que por la charla específica sobre la obra que ya me cabía en la cabeza, me preocupaba la forma en que debía hablarle a un nobel. Con reverencia, con mucho respeto, con chabacanería, con confianza y familiaridad en fin… Lo único que sabía era que no debía preguntarle por el episodio del puñetazo a García Márquez.
A las nueve de la mañana de ese 17 de enero reciente, aterrizamos con Hugo en Lima. Una hora más tarde estábamos en el piso 17 de un hotel con vista al mar. La bruma de ese día no nos permitía observar el horizonte en toda su dimensión. Mientras seguía ensayando mi saludo para Vargas Llosa, veía pasar por mi ventana los parapentistas que abundan sobre las playas de Lima.
La cita estaba pactada para las cuatro de la tarde. A esa hora, en punto, llegamos a la portería de un edificio de siete pisos en el distrito de Miraflores. Un lugar entre moderno y romántico que aún conserva unas pocas casas de estilo colonial tras de las cuales despuntan edificios altos con arquitectura novedosa y arriesgada. El portero nos anunció y al instante nos hizo seguir a un ascensor privado. “En el último piso los esperan” nos dijo, y la hora cero llegó irremediablemente. Cuando el ascensor se abrió ante nuestros ojos, en el séptimo piso, de sopetón y sin tiempo de espera, apareció la figura sonriente, amable y alta de Vargas Llosa. Me saludó por mi nombre, con una sonrisa completa y medio abrazo, como quien saluda a un amigo de toda la vida. Con una jovialidad y un calor humano que, a decir verdad, no me esperaba. Se nota que la misión del hombre no era otra que la de hacernos sentir tranquilos y especiales. Nos invitó a tomar algo. Entre las posibilidades que nos ofreció elegimos un jugo de naranja. Él mismo se ofreció a servirnos mientras observábamos su biblioteca personal. Un armatoste gigante repleto de libros de pared a pared y del piso al techo. Nos invitó a sentarnos en su terraza y allí frente a nuestros ojos estaban el mar y un sol tenue luchando por derrotar la bruma.
Sobre la adaptación le dije que tenía cuatro problemas, aunque para mis adentros sabía que se trataba de cuatro problemas y medio. El primero, que la Niña Mala nunca se enamoraba de nadie y ese era un obstáculo grave para la dramaturgia porque las novelas para televisión, precisamente, no pueden prescindir de las historias de amor. Sobre el tiempo en que en la novela transcurre, a partir de los años 60, le dije que preferíamos hacerla en fechas más recientes por aquello del vestuario y los costos de producción. Sobre los lugares en los que transcurre la novela (Lima, Paris, La Habana, Londres, Tokio y el barrio de Lavapiés en Madrid) le pregunté si la podíamos hacer en Lima, Ciudad de México, Bogotá, Nueva York y Miami, por aquello de la imposibilidad de trasladar a 80 personas por hoteles y ciudades del mundo entero. Esperé una respuesta enojada y con toda razón, por el atrevimiento que tuve de proponerle desbaratar su novela pero volví a equivocarme. Me dijo: “Hágala donde quiera, como quiera, en la época que quiera, pero lo único que no puede hacer es volver buena a la niña mala o volver listo a Ricardo Somorcucio”. “No se puede meter con la psicología, ni con la personalidad ni el carácter de esos personajes”. No recuerdo si esas fueron sus palabras textuales pero, al menos, eso fue lo que entendí y sonreí satisfecho porque sentí que el nobel no tenía la necesidad de hacerme esa advertencia. Es un hecho que todo el peso del argumento recae en el hecho de que un hombre pendejo, de esos que nunca tienen dignidad, se encuentra y desencuentra con la mujer que ama, en muchas ciudades del mundo, y en distintas épocas de sus vidas, a pesar de que ella lo usa y lo abusa a lo largo de la historia.
Entonces aproveché la generosidad del nobel para hacerle una última petición, la media propuesta que aún tenía en ciernes: “¿Será que puedo cambiar el apellido del señor Arnoux, por el de Armendáriz?”. Ante el silencio agregué: “Las televidentes lo van a agradecer” El Nobel aceptó con una sonrisa cálida. Entonces aproveché para preguntarle por el premio recibido en Estocolmo. Quería conocerlo y hasta retratarme con él, pero me dijo que se encontraba en Madrid en una exhibición.
El enorme y anaranjado sol, finalmente ganó su lucha contra la bruma, pero ya empezaba a ser engullido por el otro lado de la tierra. Sentí un poco de angustia. La luz se iba y pensé que la foto que le iba a mostrar a mis nietos iba a quedar oscura. Entonces, empacando mi vergüenza, dejé a un lado al guionista y empoderé al fan para que, sin recato alguno, cambiara de tema al nobel: “Don Mario, me da pena con usted pero el sol se está ocultando y yo quiero hacerme una fotografía con usted”. Hugo León me miró sorprendido porque sabe de mi frivolidad para estas cosas, pero aprovechó para desenfundar su cámara. El nobel posó sonriente y su fan Gustavo Bolívar extrajo de su maletín los libros que quería mostrar a sus nietos con la firma de Mario Vargas Llosa. Al terminar las dedicatorias le entregué una copia de mi novela Al amanecer entenderás la vida. La ojeó y me dijo que era un buen título. Mientras leía el primer párrafo pensé: “Cuántos nobel de literatura vivirán en el completo anonimato, por falta de oportunidades, en cada rincón pobre del mundo”.