Marzo tiene el color amarillo de los robles en flor. De un tapiz vegetal el suelo, revestido por las hojas que todo el día caen como diminutas alas de un enjambre que no cesara de volar en lo más alto del verano.
Antes que el sol destelle, el alba de los campos es una fuga de soles de roble amarillo en floración.
Un llama fractal esparciendo su lumbre sin cesar, llevándola y trayéndola por todos los confines de este universo de luz perpetua que es el Caribe.
Confundiendo el poniente con el naciente en ese juego del sol y de los soles vegetales, en el que marzo se solaza como un niño y hace llevadera su canícula, la candela de marzo con la que mamá solía alimentar nuestra imaginación en los remotos veranos de una infancia que se resiste a perecer en el incendio. A ser ceniza o pétalos secos.
Polvo de olvido de una sucesión de veranos;
de una hilera sin límites ni bordes,
siempre en floración de robles amarillos, polvillos o cañaguates
Polvo de olvido de una sucesión de veranos; de una hilera sin límites ni bordes, siempre en floración de robles amarillos, polvillos o cañaguates, derramando sobre nuestros campos y ciudades el misterio luminoso de sus formas según el sol de las mitologías y las cosmogonías despliega su portentoso abanico de colores y va dejando en ellos el tono oro incandescente de las atmosferas de marzo.
De nuestros veranos pueblerinos del Caribe de almendros también; de esos largos y resistentes parientes en las alturas y los vientos de los robles y polvillos, que delatan en las ramificaciones venosas de sus hojas un remoto origen de geografías y paisajes abrumados por la nieve y el frío.
Por la melancolía arborescente de los inviernos sin auroras ni pájaros, que anuncien con sus cantos las claridades del mundo más allá de la memoria primitiva envuelta en protectores pellejos de animales mágicos.
Habitante inaugural de nuestros patios, un almendro milenario nos memora el titilante mediodía de marzo que Ulises, de paso para Ítaca, se sentó bajo su sombra y con los vecinos que a esa hora de fervorosa comunión con la luz hacían la siesta, jugó por un instante la misma e interminable partida de dominó que aquellos empezaron el primer día del mundo.
Preguntó por algunos conocidos, se despidió de los más cercanos y marcó con sus iniciales el almendro y un roble que daban contra el fondo del patio.
Apenas si tuvo tiempo para mirar el horizonte y ver por última vez los soles llameantes de roble amarillo que se engullía la noche, cuando un silbo transparente y prolongado lo levantó del suelo y lo encabalgó sobre un cuerpo alado de mujer que había descendido de los espacios siderales.
Era Circe.
Entre tardes de alisios revoltosos, soles de roble amarillo que luego mutaran en morados soles, y un constante caer de hojas y flores como menuda nieve vegetal, va dejando en nosotros este marzo un dejo de nostalgias parecido a la infancia.
Un olor a lluvias como de mayo anticipadas levantando vapores en el alto mediodía; la levedad de un instante como vaporosa cinta de un tiempo ido que hubiese de pronto retornado y lo hubiese todo impregnado del color fugaz del infinito; de música de hojas de quiméricas estaciones; de improbables veranos, de irreales inviernos.
Hay días que evoco en este marzo poblado de amarillo, y alcanzo a verme así otra vez, que soy el jornalero precoz que va por los caminos silbando y se extasía con los crespúsculos de agosto en su labranza.
Con la luz de los maizales inundando de amarillo sus ojos de hombre inédito.
Poeta
@CristoGarciaTap