Son muchos los hechos lamentables que Colombia ha vivido desde la génesis del conflicto armado, narcoguerrillero y político. Las masacres de las Bananeras, Gachetá, Tacueyó, Trujillo, La Chinita, El Salado o Bojayá, la guerra bipartidista, los asesinatos de Jorge Eliécer Gaitán, Rodrigo Lara Bonilla, Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo Ossa, Carlos Pizarro, Álvaro Gómez, Jaime Garzón o ahora último la muerte de los cadetes de la Escuela de Policía General Francisco de Paula Santander.
A pesar de los dolorosos momentos de sangre y muerte, la tragedia sigue. Continúa en manos de mafias que se confabulan para imponer la corrupción, el tráfico ilegal de drogas, el paramilitarismo, la extorsión o aglutinar una delincuencia organizada que se aprovecha de la estructura estatal y actúa en contra de las poblaciones más vulnerables en especial víctimas, pobres, desplazados, campesinos, líderes sociales y grupos étnicos.
Según el Registro Único de Víctimas (RUV) hay 8,801.000 personas víctimas del conflicto armado de los cuales solo el 76,54% son sujetos de atención por parte del Estado colombiano. Estos datos estadísticos comprueban que los departamentos con más víctimas los encabeza Antioquia con 26,991, Santander con 7,210 y Meta con 6,080 coincidentemente también son los territorios donde se han presentado las mayores masacres y desapariciones forzadas en las tres últimas décadas.
Las cifras muestran que es preciso revisar el daño real y medir el peso social de la violencia y la guerra, porque de cada 10 muertes violentas tres son generadas por el conflicto armado. Todos los acontecimientos mencionados provocan un ruido ensordecedor que otros actores aprovechan para ocultar, delinquir o generar perjuicios estatales igual de letales como evasión de impuestos, corrupción, establecer flujos ilegales de comercio, regular precios en ventas o el tráfico de personas que tienen amplia afectación en el desarrollo económico y social del país.
Aclaro, no escribo para remover el dolor, es la responsabilidad humana que me impulsa a sensibilizar, pedagogizar y democratizar la historia reciente y dejar testimonio de lo que ya mismo hay que detener, siempre desde los acuerdos y bajo las herramientas del diálogo, del perdón, la justicia, la restauración y el compromiso de no repetición.
La tarea es inaplazable, documentar la violencia y hacerle memoria a la ciudadanía de todo el costo de semejante barbarie. Porque solo una pequeña parte de la verdad ha salido a la luz pública, el grueso volumen de autores intelectuales, orígenes e intereses siguen ocultos.
Aquí no se trata de definir si la memoria juega un papel protagónico en el sufrimiento o la esperanza, ni en los oprimidos o lo opresores, víctimas o victimarios, solo la apuesta es mostrar la verdad para hacer conciencia del poder transformador de ella, de no repetir lo vivido o retornar erróneamente al trágico camino recorrido.
Según el grupo de Memoria Histórica “la labor de la memoria es enorme y aún hay mucho por hacer para continuar la tarea de esclarecimiento y dignificación que ya muchos como el Centro Nacional de Memoria Histórica y varias instituciones académicas, organizaciones sociales y sectores de la sociedad colombiana han emprendido”. La importancia de la memoria histórica radica no solo en el aporte vigoroso a la construcción de identidad nacional, de unidad colectiva y de fuerza reflexiva sobre los acontecimientos, sino también al reconocimiento de los derechos humanos, gubernamentales, territoriales, políticos y formas de sentir de los sujetos en una época específica.
En este sentido, se explica porque parte de la clase política posiciona en la ciudadanía muchos temas aparentemente críticos con la intención de confundir y desviar la atención sobre lo fundamental, ejemplo claro es, como la polarización política le ha hecho creer a los colombianos que no se requiere la memoria, que solo las definiciones se hacen en el presente, sin rememorar el pasado y mucho menos vislumbrar un futuro distinto al del conflicto armado.
Nos equivocamos como país al cerrar la puerta al diálogo y mantener las armas. En este siglo, todos tenemos la responsabilidad en el marco de la conmemoración del bicentenario de la independencia de forjar un camino más transitable para las generaciones de niños, niñas y jóvenes que están y los que pronto nacerán.
Es equivocado mantener la brújula apuntando hacia la guerra como meta. Sabemos por otras civilizaciones y por nuestra propia memoria que, la guerra solo deja además del dolor y la muerte más información para seguir contando una historia que requiere redefinirse desde las acciones pacificantes que hoy se pueden asumir sin someter la memoria de la nación que somos y la que seguirá.
Finalmente, hay una sentencia. Se prohíbe a todo colombiano perder la memoria, porque se corre el riesgo que cualquier cosa pueda suceder, inclusive repetir el horroroso pasado.