Colombia y su eterna cacería de brujas

Colombia y su eterna cacería de brujas

¿Por qué el Estado ha sido incapaz de aprobar la legalización del aborto y darle a las mujeres los medios para elegir de manera libre sobre sus cuerpos y sus vidas?

Por: Erika Viviana Molina Gallego
enero 21, 2021
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Colombia y su eterna cacería de brujas
Foto: ProtoplasmaKid CC BY-SA 4.0

"El Estado, al infligir penas por delitos religiosos, se arroga el derecho de fallar en asuntos que no conoce ni le competen" (Manuel González Prada).

Un paraíso que destila mermelada, en el que el cielo se tiñe en el ocaso con los intensos colores de la bandera, y el rojo ha bastado para bañar de paso todos los ríos y la tierra: eso es Colombia. Una sociedad democrática, que respeta el libre desarrollo de la personalidad, y le confiere a cada individuo el derecho de ser como quiere y de llevar su vida como le plazca: es lo que todos creemos.

Nos tienen programados para pensar que tomamos decisiones propias y que nuestras acciones no son manipuladas e influenciadas desde la más temprana infancia. Damos un salto optimista hacia la madurez llevando sobre los hombros imposiciones firmes e ineludibles de lo bueno y de lo malo que, por supuesto, ya está bien delimitado, por la Iglesia, las viejas y rancias creencias familiares y por el entorno solapado e hipócrita.

Es este mismo proceso de programación ideológica y comportamental, que nos lleva a creernos con el derecho intrínseco y celestial de juzgar las decisiones ajenas según nuestros preceptos, infundidos, impuestos, prefabricados; el que nos tiene hoy enfrascados es una discusión ilógica e incluso ridícula sobre el aborto. ¿Vivimos realmente en un Estado libre o estamos condenados, a costa de nuestros propios intereses, a satisfacer creencias y obligaciones de una religión, seamos o no parte de ella?

El Estado colombiano, sucio y tirano, perverso y asesino, segador de miles de vidas inocentes en medio de guerras siempre convenientes, ha sido incapaz de aprobar de una vez por todas la legalización del aborto y de darle a las mujeres los medios para elegir de manera libre sobre sus cuerpos y sus vidas. Todo esto auspiciado por la iglesia católica, que le habla al oído como en confesionario y le susurra lecciones de moral y buenas costumbres, provocando una cacería de brujas digna del siglo XVII.

La ley sobre el aborto puede definirse en una sola palabra: hipocresía. Basta con pasar al menos una vez por alguna de las mugrientas calles de las grandes ciudades y mirar por pocos segundos a los transeúntes, leer los comunicados de las instituciones estatales frente a las nefastas arbitrariedades o escuchar el tono despiadado de las masas frente al abandono: ¿a quién le importan los dos o tres niños tirados en una esquina?, ¿dónde queda el derecho a la vida de niños bombardeados o violados vilmente por las fuerzas militares?, ¿alguien se llega a preguntar siquiera qué tipo de vida llevaba el adolescente que mató a sangre fría por unos cuantos pesos? No parece ser importante.

A nadie le interesan sus existencias vacías, tiradas a la deriva como polvo. Son seres que encarnan el sufrimiento, el hambre y la desesperación, mentes que se preguntan todos los días qué clase de crueldad infame pasaba por la cabeza de quienes los trajeron al mundo, atados por la fuerza de la obligación moral. ¿Pero qué moralidad puede encontrar un infante famélico en la eterna carrera por sobrevivir en medio de abusos, trabajo, drogas, balas y muerte?

El Estado, corrupto y depravado, apegado a sentencias religiosas de las que debió disgregarse hace años, no tiene competencia alguna para impartir juicios sobre la vida de un ser que no significa nada para nadie, cuya situación no hará sino empeorar una vez que brote de la fuente condenada al sacrificio. Cual si fuera una víctima inmolada, una leona enjaulada, una fiera herida, despojada de todas sus libertades, la futura madre no hará otra cosa que hundir sus afiladas garras en una criatura que llega esperando recibir calor y que al abrir los ojos le habrá dejado de importar a los acérrimos defensores de "las dos vidas".

¿Cuáles dos vidas? La de una madre para la que deshacerse del embrión no habría sido un pecado, ni un delito. La de un niño que, en el mejor de los casos, tendrá que ser toda la vida el "si no fuera por". ¿Pero qué sabe el poder lo que es la sensatez, cuando lo único que le importa es el poder mismo?, ¿qué hace la legislación trabajando en función de evitar el pecado, mientras afuera hay miseria, podredumbre y desolación?, ¿qué hacemos nosotros, borregos sumisos acostumbrados a la obediencia como única forma de subsistir?

A los gobernantes les interesa mantenernos ocupados en asuntos de fe. Sostienen ante todos su imagen de grandes políticos y dignas personas, estiran el cuello en las misas dominicales y salen vestidos para la foto en todos los medios de comunicación, dejando claras ante el mundo sus excelentes bases religiosas, aunque no puedan esconder sus manos manchadas de sangre.

Nosotros, mientras tanto, aletargados por la infame creencia del infierno, por el martirio constante del pecado, por el índice voraz que nos acusa incesantemente, nos unimos como verdugos insaciables para cortar la cabeza de quienes se atreven a no dejarse intimidar por las voces de la muchedumbre hambrienta y fantasiosa, a la que le sobran ojos para ver pecados, pero le faltan para advertir el engaño moral que se fragua en sus narices. Gente "de bien" que se da golpes de pecho frente a las libertades, pero que, indolente, omite masacres, desplazamientos, violaciones, y el saqueo salvaje de los recursos naturales.

Somos cómplices del sufrimiento, justicieros perniciosos e implacables, apuntamos con el dedo mientras sostenemos el rosario en la otra mano, seguros de que recibiremos el cielo como recompensa. Nos escondemos bajo una capa de engañosa castidad, que nos hace sentir seguros y que nos cubre con piel de oveja los dientes de lobo hambriento y desalmado. Envueltos en la amargura que produce haber crecido atados e incapaces de abrir los ojos, para ver que existe una realidad distinta; nos eximimos de la culpa e interferimos con nuestras "buenas intenciones" en asuntos que ni siquiera son de nuestra incumbencia.

Hoy en pleno siglo XXI, en medio de movimientos feministas alrededor del mundo, muchos países han comprendido la real necesidad del aborto legal y sin restricciones. ¿Qué sería de los grandes pensadores de la historia si se hubiesen quedado ligados a los mandatos religiosos restrictivos y arcaicos que tildaban de hereje a todo aquel que se atrevía a desobedecer?, ¿acaso sería el mundo como lo conocemos?, ¿seguiríamos creyendo que la tierra es plana, que a los niños los trae la cigüeña y que las mujeres debemos ser sometidas?, ¿qué dirían esos mismos pensadores si supieran que, aún hoy, quienes hacen las leyes siguen pensando que hacer lo que se quiera con el cuerpo es un pecado mortal?

Por supuesto, no faltará el jurista, médico o intelectual, e incluso el procurador corrupto que, mirando por encima de sus gafas, con la frente arrugada, asegure que nada tiene que ver la prohibición del aborto con temas religiosos, que es algo puramente jurídico y normativo; y que incluso traslade al pueblo toda su perorata moralista, mientras sus verdaderas funciones quedan ventajosamente olvidadas para él, sus secuaces y su caudillo político.

Pero la verdad salta a la vista, la fe católica sigue dirigiendo al país, no solo en el mentado asunto, sino en todos los que le conciernen a la política, o ¿por qué se sigue enseñando religión en algunos colegios públicos, 29 años después de que se garantizara la libertad de cultos en Colombia, con la constitución de 1991? La razón es sumamente clara: imposición, la misma que rige sobre miles de mujeres privadas de su derecho legítimo de decisión, por el hecho simple y tendencioso de que, lo que está bien, es lo que a la mayoría le parece.

La lucha continúa, persiste y persistirá, a pesar de todo, los derechos individuales no pueden ser arrebatados, como ha sucedido, sin ningún tipo de control, durante siglos. Los asuntos terrenales y divinos no pueden seguir siendo mezclados, confundidos y tergiversados al antojo de algunos, cubiertos con un manto de piedad podrido y maloliente; pues como deberían saber esos que tan religiosos se proclaman "al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios".

Bajo ese dudoso manto de piedad, se esconde una realidad aún más repulsiva, quien exige el derecho al aborto es la mujer, y como siempre el patriarcado abusivo, toma la batuta en cuestiones de las que no tiene ni idea, ¿sería diferente si quienes lo exigieran fueran los hombres? La pregunta se responde sola.

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