En medio de las más estruendosas denuncias sobre corrupción en las pasadas elecciones de parlamentarios; con un trasfondo de delaciones sobre posibles fraudes a lo largo y ancho del país, e invadidos por la desesperanza; golpeados por el desengaño hacia el gobierno; castigados por el más alto índice de miseria; incrédulos ante las propuestas de los candidatos elegidos, los colombianos se presentaron a las urnas el pasado 9 de marzo, con el fin de optar por quienes nos van a representar en el Congreso.
De los más de 32 millones de colombianos que podían elegir, unos 14 millones cumplieron con el deber constitucional de votar, un ejercicio que es como una pequeña rendija para que huya la desesperanza.
Los colombianos dieron su voto pensando que en realidad los elegidos puedan hacer algo para que cambien el país y se pueda vivir de una manera diferente.
El Colombiano común tiene el convencimiento íntimo que el despelote social, la corrupción entronizada desde años atrás, la impunidad que anda victoriosa , los ladrones de cuello blanco que pululan, la ineficacia de las leyes, el fiasco que son quienes nos representan en el Congreso, no son fáciles de acabar debido la rara virtud que tenemos de aguantar todo, de ser impermeables a las decisiones necesarias, de soportar con resignación que vapuleen nuestra humanidad, que violen nuestros derechos, de no hacer nada ante quienes dilapidan nuestros impuestos, de no protestar para que no cieguen nuestra vida y la de quienes nos rodean, y de creer en el exilio como única opción de progreso para nuestras existencias.
Hemos elegido apenas el domingo y ya hoy la Fundación Paz y Reconciliación asegura que 33 postulantes al Senado y 36 a la Cámara de Representantes elegidos por los colombianos, supuestamente, tienen vínculos con narcotraficantes, guerrilleros o paramilitares. ¿Qué tristeza!
