¿Acaso alguien puede olvidar que entre el 2000 y el 2010 el precio del crudo aumentó en más del 50 %? ¿Es tan difícil asociar que los años de “productividad” y “confianza inversionista” Uribista y el apogeo populista del chavismo son más el resultado de una bonanza económica que del cambio real en las políticas sociales, económicas y de seguridad de los dos países?
Está claro: los acontecimientos de los últimos días en la frontera colombo-venezolana son solo el reflejo del desastre causado por las administraciones de los dos países que se aprovecharon de la bonanza petrolera de la primera década de este siglo para construir modelos que terminaron en fracaso y derrochar a manos llenas en populismo y guerra.
Lo peor de dicha situación es que la derecha e izquierda colombiana y venezolana, respectivamente, como viejos zorros, han encontrado en la confrontación entre las dos naciones la forma más sencilla de radicalizar sus luchas internas, permitiendo, en primer lugar, al uribismo ligar el fracaso estatal de Venezuela con la izquierda colombiana y, de paso, vincularle con el futuro de Colombia si el proceso de paz llega a concretarse y, en segundo lugar, dando a Maduro la oportunidad de encontrar un chivo expiatorio para los inmensos problemas de abastecimiento y seguridad que existen en su país; el colombiano es ahora el culpable de todas sus desgracias.
En suma, como siempre, nos han convertido en idiotas útiles. El viejo experimento de la cueva de los ladrones donde se busca un enemigo común volvió a imponerse, ya que, ¿qué puede generar más votos que el patriotismo desbordado? Siempre será mucho más fácil culpar al vecino de mis desgracias que asumir consecuentemente que lo que hago no sirve.
La derecha colombiana y la izquierda venezolana han demostrado sistemáticamente lo que no debe hacer un país administrativamente. El uribismo se dedicó exclusivamente al exterminio de la oposición armada y desarmada abandonado el deber estatal de la protección social de sus ciudadanos mientras el chavismo decidió entregarse a un delirio populista que centralizó la economía y trajo consigo consecuencias desastrosas.
Muchas personas defienden dichas políticas afirmando que si Venezuela estuviese mal los colombianos no emigrarían allí, y esto es totalmente falso, ya que la migración venezolana hacía otros países se ha disparado (entre 60.000 y 80.000 solicitudes diarias en el sitio mequieroir.com) en los últimos 6 años. Igualmente, la migración colombiana tampoco ha disminuido y se ha mantenido en un flujo constante. Ninguna de las dos naciones puede jactarse de haber solucionado o reducido ostensiblemente sus problemas en los últimos 10 años; el desplazamiento de poblaciones enteras, el hambre, la falta de salud, educación, inclusión política y expresión ideológica se ven hoy más latentes que antes.
Y esto no es culpa exclusiva de los políticos de turno, el votante, el ciudadano de a pie que los eligió ideológicamente o que decidió vender su voto por comida, promesas insulsas de cambio o simple venganza guerrerista tiene igual o más responsabilidad al respecto.
Hay que tener en cuenta también que hemos sido producto del miedo, pero esto no nos excusa en lo absoluto. Colombia no ha tenido una dictadura en más de 40 años, pero decidió regalar sus derechos civiles, su libertad de oposición, de prensa, de expresión por la ilusión de seguridad, actuar por elección y no por coacción como un satélite de la política norteamericana, mientras que Venezuela lo hizo por la ilusión de un sistema más igualitario e incluyente que degeneró en gastos burocráticos excesivos y negligencia estatal en todos los ámbitos. (Resultaron ser sólo ilusiones, a fin de cuentas).
Por otra parte he visto cómo surgen múltiples expresiones de solidaridad con las personas que han sido deportadas, algo que comprendo, y que habla bien de quienes consideran debe existir una responsabilidad civil por el sufrimiento ajeno. Esto es respetable, pero lamentablemente insuficiente; no podemos permitir que las acciones bondadosas hacia nuestros compatriotas se limiten a la exposición mediática y la indignación subyacente por un par de semanas.
Si realmente queremos cambiar la situación, la nuestra y la de nuestros vecinos, quienes también sufren, tenemos que partir por el reconocimiento en el fracaso de dichas escuelas de pensamiento. Si tal vez la tercera vía social-democrática ahora no es la respuesta, debemos encontrar otro camino y son estas coyunturas las que permiten plantearnos la posibilidad de cambios reales. Esperemos que el delirio narcisista del uribismo y el chavismo pronto sea reemplazado por ideas renovadoras más inclusivas, justas y prácticas.
Que el fantasma de la corrupción que rodea a la mayoría de los gobiernos latinoamericanos sea desplazado, deportado de nuestras fronteras para siempre.