No es extraño escuchar la crisis que atraviesan nuestros hermanos venezolanos, esos hermanos con quienes nos vimos obligados a compartir estos 42,55 millones de km² o con quienes compartimos tantas costumbres como las arepas, el joropo, la cordillera más extensa, e incluso, según muchos, las mujeres más hermosas del planeta.
No se sabe si para bien o para mal resultamos poblando junto a nuestros hermanos venezolanos este espacio en el globo, aunque no se viva tan bien como se piensa. Se oye de un gobierno corrupto y una inflación hasta las nubes, acompañada de una devaluación tremenda. Con todo esto nos damos cuenta de que Venezuela ya no es la gran república que fue, y tampoco su capital, esa que es nombrada en estrofas durante diciembre recordando al difunto Rafael Orozco y cantando en coro.
Sin embargo, si compartimos tanto de nuestras culturas, ¿por qué tenemos miedo a la cultura vecina y, aún más escalofriante, a nuestros propios hermanos latinoamericanos?, ¿cómo puede ser posible que nos alegremos con la llegada de un "gringo" mientras que nos irrite la llegada de nuestros hermanos?, ¿cómo podríamos explicar que tenemos miedo a nuestros hermanos, a nuestros pueblos vecinos?, ¿acaso no recordamos aquellos años de antaño cuando éramos una sola nación de la cual nos sentimos orgullosos? o ¿cómo olvidar a nuestro libertador, por cierto venezolano?
Debemos recordar que el odio no trae nada bueno y más cuando hay hermanos de por medio, y aunque no podamos efectuar grandes cambios a su economía y/o política interior sí podemos generar un cambio desde nuestros hogares y calles al propiciar una cultura de paz y respeto entre nosotros, los pueblos latinoamericanos.