“El que se va a matar no da tanto visaje”, “eso es puro show” y “¿no pueden ir a matarse en otro lado?” son frases que se repiten constantemente en las redes sociales ante los casos de suicidio en Colombia.
¿En que se ha convertido esta sociedad? Una sociedad que se enfurece porque no puede llegar rápido a casa a desperdiciar su tiempo ante el televisor, ignorando la vida que, saltando del más alto escalón, se ha esparcido en la carretera y el viento.
Luego de atravesar casi a rastras, por las épocas más tormentosas y sombrías de la guerra, Colombia parece sumirse en una enfermedad mental colectiva casi tan terrible como los males que la pudieron haber causado, peor aún, a veces pareciese que nos sintiéramos orgullosos de ella.
Nos han condicionado tanto al dolor, al sufrimiento y la pérdida que hemos olvidado el valor de nuestra vida y la del otro, otro que tiene historias, sueños y dificultades como nosotros. Caminamos anestesiados ante la violencia y la injusticia, ensimismados y ansiosos, quizás paranoicos, con el dedo en el gatillo del insulto, de la mentira, de la trampa, esperando que surja la más mínima oportunidad de disparar, dar la espalda y criticar a aquellos que hacen lo mismo.
Nos acostumbramos a acusar, a defender lo “políticamente correcto” pero no a practicarlo, nos empeñamos en estigmatizar al “pelao” que, desesperanzado de su camino se desvanece ante las drogas, que temeroso y olvidado, guiado por los ejemplos de una sociedad que aplaude al mafioso, prefiere disparar un arma que tomar un libro, normalizamos a los ricos y corruptos que se empeñan en obtener la mayor cantidad de riqueza sin importar como, anhelando que un par de billetes les llene siquiera un poco, ese vacío que llevan en su espalda, ese que no logran llenar con la finca o la camioneta.
Angustiados, estresados, caminamos a máxima velocidad, buscando la cura de una sociedad que a veces pareciese no tener remedio.