Estamos en una crisis ontológica. El mercado actual, bajo el modelo neoliberal, en el cual si pierde él perdemos todos, pero si gana solo gana él, como decía Eduardo Galeano “es el portero el único vivo del cementerio”.
Esa falta de garantías mínimas de un sistema económico aplicado por el Estado, en nuestro caso, el Estado colombiano, ratificó la muerte del ser. Suena alarmante, pero filosóficamente es comprensible. Ejemplo: cuando asesinan a un ciudadano o ser humano por robar su teléfono celular, en ese momento la vida humana adquiere un valor menor al de un aparato electrónico. En otras palabras, las personas dejaron de ser para la economía de mercado seres vivos con sentimientos, en continua abstracción del conocimiento sensible, para ser una cosa u objeto.
Esta peyorativa situación fue descrita por el escritor británico George Orwell, en su obra literaria 1984. De hecho, al comienzo de esta podemos comprender que existe una figura “divina”, génesis de ese mundo, llamado el gran hermano. Este vigila cada movimiento con el fin de garantizar lealtad al partido, más nada importa. El gran hermano te recuerda constantemente que el odio y miedo son el motor de la vida, que otro tipo de sentimiento debe ser suprimido, ya que la libertad debe limitarse a sus mandamientos. Mientras tanto, la propaganda diaria bombardea la conciencia de los sujetos y, lo más crítico, si esto no funciona, mediante la tortura escalofriante con choques eléctricos y demás formas se busca dominar a cualquier precio el pensamiento.
Pues bien, nuestro gran hermano es el gobierno del Estado, que está atento a cada comportamiento. El más mínimo acto de rebeldía es ajusticiado, tal cual como sucede con los líderes sociales u opositores en el país: son aniquilados por pensar diferente, por actuar con sentido común o ¿acaso no es justo denunciar tanto atropello a la dignidad humana? Además, las chuzadas o interceptación ilegal son un acto con rasgos dictatoriales definitivamente, ya que se utilizan las herramientas institucionales para acaparar todo el aparato de poder y usarlo para satisfacer las necesidades del “omnipresente”, que en nuestro caso es de carne y hueso.