Seis menores han sido asesinados en lo que va del año. La más reciente víctima es la pequeña María Ángel Molina, de 4 años. Y es que mientras seguimos pensando que estos casos son aislados e ignoramos lo que ocurre, la violencia contra los menores comienza a expandirse, lentamente, como un virus silencioso del que no se habla ni se opina ni se discute, pero que sigue allí arrebatando futuro y pudriendo la esperanza de un país mejor.
Colombia ha sido considerado, erróneamente, como uno de los países más felices del mundo; sin embargo, la violencia sigue borrando, cada vez más sonrisas, sueños y vidas. Pese a que el país enfrenta un sinnúmero de problemas, me atrevo a decir con completa seguridad que el más grave es la normalización de la violencia, que tan parte del paisaje se nos ha vuelto que parece ya no importar.
La violencia infantil ha llegado a ser tan cotidiana, que hasta las redes sociales se convirtieron en un espacio en el que se exponen a los menores y puede ser tan peligroso como el mismo acto de vivir en este país. Un ejemplo de esto es la amenaza de muerte que recibió el menor Francisco Vera, de 11 años, quien a pesar de su corta edad se ha caracterizado por mostrar en redes una postura crítica sobre la situación social y ambiental del país. Aunque, tras la amenaza las reacciones de rechazo fueron masivas y se activaron las medidas de protección, lo cierto es que situaciones así se presentan a diario, en cada rincón del país, y es que se estima que el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar recibe y atiende cerca de 25 000 casos de maltrato infantil cada año, una cifra que deja al descubierto la incapacidad que hemos tenido para proveer seguridad a nuestros niños.
Hoy, los niños colombianos, tan ajenos a la maldad y tan propensos a sufrirla, crecen en medio de una sociedad más indolente que ayer; una sociedad que permite que estos casos sigan ocurriendo. Mientras tanto, la justicia colombiana también sigue fallando: según el ICBF, en casos de violencia sexual contra menores se presenta un índice de impunidad del 98 %. Entonces, ¿cómo se espera lograr un país menos violento, si ni siquiera se puede obtener justicia para que los agresores de menores paguen por sus delitos?
Nuestra idiosincrasia ha sido, en parte, culpable. Desde siempre se nos ha presentado la violencia como algo necesario e inherente a una buena educación. Lo cierto es que mientras no podamos proveer una educación en la que la violencia sea lo que es, una herramienta de castigo que no debe ser tolerada en ningún caso, la normalización de la misma seguirá permeando nuestra realidad.
Cuestiono ahora, mientras escribo, si concebir en este país no es un acto egoísta, pero creo con completa vehemencia que lo egoísta es seguir siendo indiferentes y ajenos a la realidad que se vive en Colombia respecto al incremento en los casos de violencia contra los niños. Si seguimos siendo simples espectadores de una realidad tan injusta como inhumana, el lograr una sociedad digna en la que vivir en tranquilidad será un sueño imposible.
Queda claro que este territorio y todos los que contamos con la amarga fortuna de pertenecer a él, le hemos fallado a aquellos, que por tanto tiempo hemos llamado el "futuro del país" cuando nos olvidamos que también son parte del presente. Ojalá algún día, el maltrato y la violencia contra los niños no sea más que un amargo recuerdo de una sociedad bárbara y atrasada. Por ahora, Colombia seguirá siendo una tierra peligrosa para los menores, donde crecer será prácticamente una cuestión de suerte.