“Lo que hay de veras grave en este país, lo que algún día ha de provocar acaso profundos sacudimientos sociales si los políticos y estadistas no saben abrir los ojos a la realidad, es que entre las masas del pueblo y las clases dirigentes de la política, del comercio, de la banca y de la industria, se abren abismos inmensurables de diferencia”. Alcides Arguedas, La danza de las sombras, 1934.
En 1929 el escritor y político boliviano Alcides Arguedas fue nombrado como ministro plenipotenciario de la República de Bolivia en Bogotá, donde vivió un año y medio antes de volver a su patria tras ser destituido de su cargo debido a sus críticas al gobierno de Hernando Siles. Tras su regreso a Bolivia se dedicó a corregir las memorias escritas en Colombia y en 1934 publicó La danza de las sombras, una extensa crónica que narra con precisión las impresiones que se hizo de la idiosincrasia bogotana de la época.
Después de terminar la lectura del libro se da cuenta uno de que por su asombrosa vigencia La danza de las sombras debería ser una lectura obligada en Colombia; su retrato despiadado de un país que no parece haber cambiado mucho en 90 años la hacen necesaria y reveladora, pero tampoco es difícil sospechar que una obra así sea desconocida por completo en una sociedad con muy poca resistencia a la crítica.
Arguedas logró inmiscuirse en la alta sociedad colombiana y conoció los vicios de su arribismo y el patetismo de su ignorancia; fue mordaz e implacable a la hora de criticarnos, pero también justo y certero cuando debió elogiarnos. El libro transcurre durante la campaña electoral para las elecciones presidenciales de 1930, a las cuales el partido conservador llegaría debilitado por la tardanza para decidir por su candidato entre el general retirado Alfredo Vásquez Cobo y el poeta y orador Guillermo Valencia (papá de Guillermo León y bisabuelo de Paloma); a la postre dichas elecciones marcarían el final de la hegemonía conservadora y el liberal Enrique Olaya Herrera llegaría al poder.
En las páginas de La danza de las sombras Arguedas se maravilla con los encuentros que tuvo en la que para él era la meca del conocimiento y la cultura en la Bogotá de los tardíos años 20: la sala de redacción del periódico El Tiempo. Describe cómo a toda hora había en aquel lugar un desfile de inquietos intelectuales apasionados por su trabajo, por el país; allá conoció a Enrique y Eduardo Santos, sostuvo una breve conversación de pasillo con un joven Jorge Eliécer Gaitán y espió con curiosa fascinación a quien describe como el más transgresor y enigmático de los personajes de la Colombia de la época: el caricaturista Ricardo Rendón, quien apenas dos años después de que Arguedas lo conociera se pegaría un tiro en la sien después de tomarse una cerveza a dos cuadras de aquella sala de redacción.
Con inmenso asombro Arguedas relata que asistió al Teatro Municipal de Bogotá cuando Porfirio Barbajacob, después de muchos años de exilio, volvía al país y anunciaba una lectura de poemas en aquel recinto que hoy lleva el nombre de Jorge Eliécer Gaitán. Pero solamente el propio Arguedas y otros pocos asistentes más, que no llegaban a la decena, asistieron para oír los versos de un poeta para entonces lleno de prestigio en toda América Latina y despreciado en Colombia. Decepcionado y entristecido Barba Jacob abandonó el teatro después de leer un puñado de poemas y, pocos días después, prefirió continuar refugiado en la amarga dignidad de su autoexilio y se fue para siempre del país.
También se preocupa el autor por elogiar a otras dos figuras colombianas que gozaban de reconocimiento en el mundo de las letras de habla hispana: José Asunción Silva y Jorge Isaacs, cuya novela María había dado la vuelta al continente y era considerada una obra maestra del romanticismo hispanoamericano a finales del siglo XIX. Durante su estadía en Bogotá Arguedas se dio al trabajo de escudriñar en la biografía de los dos autores y dedica varias páginas a ellos en su libro.
Pero sin duda alguna los pasajes más interesantes —y que a continuación cito— de La Danza de las Sombras son aquellos en los cuales el autor describe los vicios de la sociedad colombiana de principios del siglo XX, al parecer los mismos del XIX y del XXI. Son pasajes que merecen ser citados porque parecieran explicarnos, noventa años después, lo predecible que era desde la mirada ajena de un extranjero el oscuro panorama que se avecinaba para un país que aún hoy en día es incapaz de mirarse a sí mismo. Para entender aquella cultura de la evasión de la realidad, empieza Arguedas confesando que lo más llamativo al llegar a Bogotá era descubrir la manera frenética con la que se bebía (se bebe) alcohol:
“Voy encontrando en Colombia cosas que no pensaba ver. Por lo pronto, ebrios. Los hay de toda condición y categoría social y se les encuentra, mañana y tarde, en los bares, en los clubs de sociedad, en las cantinas y aún en las calles. La costumbre del koktail (sic) es una manía y casi nadie puede sustraerse a ella. El pueblo bebe chicha y aguardiente; las gentes de sociedad whisky, brandi y champaña”.
Cita más adelante Arguedas las estadísticas publicadas ese año por el desaparecido periódico El Fígaro: “en solo tres meses se ha bebido en Bogotá 72.000 botellas de aguardiente, 500 botellas de mistelas, 780 botellas de cremas, 496 botellas de brandi nacional, cerca de 10.000 botellas de rones y whiskys y más de siete millones de litros de chicha”. Continúa describiendo sus caminatas por la hoy carrera séptima para contar que ahí, en la por entonces Calle Real, a medianoche, “casi todos iban ebrios, o fingían estarlo porque resulta ridículo para un mozo colombiano mostrarse parco y sobrio” y unas líneas más adelante relata la escena de un joven muy borracho que peleaba con otro, no menos ebrio, y le gritaba: “¡máteme usted! Ahí está su pistola, máteme usted. Yo estoy acostumbrado a morir”.
Para describir las costumbres alcohólicas de la alta sociedad, Arguedas cuenta otra anécdota: “el otro día, unos cuantos miembros de un club aristocrático pusieron una cuota para ofrecerse un piquete (fiesta de campo) y agasajar a sus amigos. Eran 16 los socios y se acuotaron a 500 dólares cada uno (12.600 francos por cabeza). Reunieron 200.000 francos y compraron 20 cajones de whisky, 10 de champaña y 5 de otros licores. Pasaban de 200 amigos los invitados y cada uno podía beberse más de una botella y media de whisky (…) Y, sin embargo, la fiesta estuvo por ahogarse cuando mediaba, por falta de licor, y hubo de enviarse camiones a la ciudad para traer más. Se bebe como en ninguna otra parte del mundo, creo, y hasta los mismos bogotanos que han viajado por el exterior (…) convienen en declarar que ni aún en Escocia se bebe tanto whisky”.
Arguedas confiesa que además del vicio del alcohol se advertía la situación de emergencia social que inundaba de mendigos las calles de la capital, ya en los años 20, así como en las diez décadas posteriores: “otra plaga visible en Bogotá y, por cierto, más interesante que la de los borrachos, es la de los mendigos y pedigüeños. A los mendigos se los ve en la puerta de las iglesias y de los cementerios, en las calles. Entre los pedigüeños no faltan ni estudiantes ni versificadores. Hasta ahora yo he recibido cuatro o cinco cartas con demandas de dinero. Unos estudiantes me piden que les pague el viaje de regreso a sus campanarios; otros, que vaya en socorro de sus familias necesitadas”.
Poco a poco el autor va ahondando en la realidad colombiana y anticipa la catástrofe del conflicto armado con aterradora precisión: “lo que hay de veras grave en este país, lo que algún día ha de provocar acaso profundos sacudimientos sociales si los políticos y estadistas no saben abrir los ojos a la realidad, es que entre las masas del pueblo y las clases dirigentes de la política, del comercio, de la banca y de la industria, se abren abismos inmensurables de diferencia, los cuales siempre concluyen por borrarse a la fuerza cuando no se ha tenido el tino de ir cegándolos paulatinamente con medios eficaces que dependen de la pedagogía y de la moral (…) Basta ver la gente para saber que come mal y poco, que vive en tugurios infectos y entre harapos; que jamás se da el lujo de baño con agua limpia”. Aquel estallido social que empezaría pocos años después cuando la violencia partidista se recrudecería en los campos y llegaría a su punto máximo de ebullición el 9 de abril de 1948, lo anticipa Arguedas, un sagaz diplomático y escritor boliviano, a finales de los años 20, dos décadas atrás.
Hoy, a casi un siglo de distancia —no tendría que esforzarme mucho para argumentarlo— aquel abismo del que habla Arguedas se ha hecho aún más hondo, más profundo, y ya se tragó varias guerras y varias paces sin que deje de profundizarse, nutrido también por otros dos vicios de nuestra sociedad que también él supo ver con claridad: la doble moral y el arribismo.
Escribía el boliviano: “estoy por dar razón a quienes aseguran que en Colombia pueden más las mitras y los bonetes que las bayonetas y los sables. El cura manda y dispone aquí, imperiosamente. Sin el apoyo del cura, no se puede casi nada en Colombia”. De la misma manera que Gabriel García Márquez afirmaría —muchos años después— que la única diferencia entre liberales y conservadores era la hora en que iban a misa, Arguedas ironizaba con la idea de que el pensamiento progresista, crítico, anticlerical, muy poco existía, incluso en el partido llamado a ostentarlo: “fue un senador liberal, Saavedra Galindo, quien propuso una vez que las armas de la república en el escudo nacional fuesen sustituidas por el escapulario del Corazón de Jesús”.
A aquel poder inconmensurable de la iglesia, moralizador, padre de crédulos, que hoy es retomado de la misma manera por la mayoría de los medios de comunicación colombianos, Arguedas suma la hipocresía de la doble moral, tan vigente, tan visible aún ahora en las más altas esferas de la gente divinamente: “no solo el fanatismo sino, particularmente, el farisaísmo, hacen estragos en esta sociedad. Hombres connotados de la política (…) van todas las semanas a la iglesia, se ponen de rodillas en medio del templo, abren los brazos en cruz y, sin alzarse una sola vez, oyen toda la misa en esa postura, interrumpiendo el paso de las damas que van en busca de sus bancos y reclinatorios. Eligen los templos de moda y las misas más frecuentadas de mediodía; pero luego se echan a correr por los mercados en busca de aventuras arriesgadas con las gentes del servicio”.
La perspicaz mirada de Arguedas sobre la sociedad colombiana anticipó las causas de la guerra y la vaticinó, así como también pudo ilustrar con perfección el patetismo que hoy sigue desfilando en las clases medias, en los colombianos de bien y del ¿usted no sabe quién soy yo?: “nada tan cómico ni tan divertido como cuando la gente criolla presume de limpieza de cuna, gasta la partícula nobiliaria y se pirra por la 'gente de bien', porque su distinción de categorías sociales es primitiva, elemental y delata en ella ausencia de espíritu crítico y de cultura. (…) En llamarse de este o de aquel modo fincan su orgullo, pero no en imponerse o en sobresalir por su capacidad, su honestidad, su saber, sus méritos y su conducta”.
La danza de las sombras termina con los elogios ya citados a varios de nuestros más grandes personajes, algunos aún sin el lugar que merecen en la historia; escrito por un boliviano nacido en el siglo XIX, este viejo libro nos recuerda quiénes fuimos, quiénes no hemos dejado de ser y quiénes seguiremos siendo mientras que no nos atrevamos a enfrentarnos con nuestra realidad válidos de un poco más de pensamiento crítico y algo menos de moralismo. En su lectura hay varias claves para entender a esta sociedad que —de continuar con su ceguera— seguirá nutriendo las guerras de los abismos sociales, de la ignorancia, de la doble moral, de los intereses de los empresarios, de los industriales, de aquellos poderosos con mentalidad de virreyes; esta sociedad, en fin, que una y otra vez volverá a engendrar aquellas mismas paces que nacieron muertas.