Dicen que quién no conoce su historia está condenado a repetirla. Es una frase que se nos ha repetido año tras año, generación tras generación, y muy a pesar de que en los colegios se enseñe historia, de que las personas protesten en las calles y surjan voces con opiniones críticas, siempre queda la sensación de que se puede hacer más, que aún somos un país sin memoria.
Creo que juzgaríamos muy pronto y superficialmente de afirmar, llanamente, que en Colombia las personas no están interesadas en su pasado, o que la educación no dispone los suficientes elementos para que las nuevas generaciones se empapen de la historia y asuman con mirada crítica el futuro. No.
Es cierto que hay fallas y que hay mucho por mejorar en cuanto a construcción de memoria, pero el problema es más complejo. Los países, especialmente los desarrollados, construyen nación alrededor de dos o tres acontecimientos históricos que representen culturalmente a sus habitantes, y que permitan, sea a través de la gloria o el dolor, el recuerdo y por consiguiente la unión de sus ciudadanos.
En Colombia es difícil identificar ese par de acontecimientos fundantes; han intentado construir memoria alrededor del Día de la Independencia, que por cierto está más plagado de dudas que de certezas; se ha insistido también en hacer de la firma de la Constitución de 1991 un asunto importante o, más recientemente, hacer del acuerdo de paz con las Farc una suerte de mito fundacional; pero lo cierto es que en Colombia no existe una historia para todos, los hilos que nos unen son muy delgados o inexistentes.
Parece, como decía Jesús Martín Barbero, que en Colombia hay una ausencia de relato. Es complicado la unión en estas tierras, tenemos una diversidad tal que resulta casi imposible unir a personajes de una región y otra: ¿qué tiene que ver un costeño con un pastuso? Es como si cada región fuese una isla, un territorio integrado a las malas, independiente en su cultura y memoria.
Pero, más complejo que lo anterior, podemos encontrar las causas de la falta de relato nacional en la violencia. Hablar de la historia de Colombia es hablar de violencia, pareciera que todas y cada una de las etapas de nuestra nación están salpicadas con sangre; somos un país desgarrado, las heridas están abiertas.
Es complicado pero necesario reconocer a Colombia como un país que construye su memoria sobre historias de muerte y tristeza que no tienen un final, sino que son cíclicas; nuestros cimientos están compuestos de dolor, dolor y nada más; mientras que otros países ven en la redención de sus episodios dolorosos una oportunidad para salir adelante, Colombia no tiene la oportunidad de cerrar sus historias, todo parece desembocar en un llanto generalizado que no conduce a nada.
Es difícil hablar de memoria en Colombia, porque cuando uno se sumerge en su historia se encuentra con un bucle infinito de guerra y dolor; es una tarea ardua conocer esa historia interminable y, peor aún, hacer algo con ello. Vivimos en un constante estado de shock: una guerra sucede a otra; cuando una tragedia parece haberse olvidado, surge una nueva. Sí, estamos sumidos en un shock constante, y sabemos lo que acompaña al shock: parálisis general, estupefacción, inmovilidad.
Naomi Klein habla de una estrategia política titulada precisamente La doctrina del shock, una estrategia de gobiernos capitalistas basada en aprovecharse de un suceso chocante para imponer medidas que en cualquier otro momento no habrían sido aceptadas, medidas que en muchos casos van en contra de la democracia y los derechos fundamentales.
Colombia, aturdido entre guerras, desastres naturales, corrupción, escándalos y falta de identidad, parece ser el escenario perfecto para el desarrollo de esta doctrina, y en efecto, ha sido víctima de esta en varias ocasiones a lo largo de su historia. Pareciera que actualmente vivimos un pequeño respiro.
Según una encuesta del Observatorio de Democracia de la Universidad de los Andes, es la primera vez en 60 años en que el conflicto armado no representa una de las principales preocupaciones de los colombianos. A continuación, serán expuestos algunos ejemplos de esta doctrina y se evidenciara cómo lo descrito en el libro de Naomi Klein resulta una importantísima problemática en nuestro territorio.
Cuando se trata de conflicto, el que más choca es el urbano. Cuando uno piensa en la historia colombiana reciente, uno de los episodios que más parece destacar es el de la Toma del Palacio de Justicia. Es un acontecimiento que por sí solo se enmarca en un contexto de shock y crisis, en el que el gobierno, aprovechando el caos general producto de las guerrillas y la violencia, impulsó una polémica reforma tributaria en 1983.
Lo anterior sumado al narcotráfico y la crisis económica, creó un creciente estado de inconformidad en los ciudadanos. Lo ocurrido el 6 y 7 de noviembre de 1985 pareció ser en un principio la gota que rebosó la copa; un escenario típicamente shockeante se salió de las manos del gobierno y causó polémica entre los ciudadanos.
El historiador Álvaro Ortiz piensa que el ambiente que se cocía con esta toma era perfecto para la aparición de una gran crisis social, similar a la del Bogotazo. Para fortuna del gobierno, un hecho aún más shockeante eclipsaría lo apocalíptico del Palacio de Justicia: el 13 de noviembre, tan solo siete días después, ocurriría la Tragedia de Armero, lo cual se robaría por completo la atención de los medios y su público.
Este desastroso acontecimiento sirvió al gobierno para sacar libre la impunidad con que habían sido tratados los asuntos del Palacio de Justicia: desapariciones, asesinatos y pérdidas de archivo. Aunque la Tragedia de Armero terminó de sepultar a la administración de Belisario Betancur, el caos general que el último hecho generó le permitió evitar preguntas, interrogaciones y estallidos con respecto a esa fuerte crisis política que resultó días antes.
La mezcla de caos y apocalipsis que por esos días vivía el país dio lugar a una serie de malas decisiones políticas que se quedarían en el olvido de un pueblo agotado.
La muerte de Jorge Eliecer Gaitán, aunque a simple vista pareciese más un despertamiento que un estado de shock colectivo, también contiene algo de esa doctrina de la que habla Naomi Klein.
Aprovechando el estado de conmoción que vivía el pueblo, el herido gobierno de Ospina plantearía rápidamente una serie de medidas que permitirían, primero, mantener el estatus de los conservadores y, segundo, preservar a la élite política que respaldaba tanto a liberales como conservadores, elite que precisamente Gaitán intentaba contrarrestar.
A pesar de que a corto plazo parecía que el gobierno se había debilitado, tan solo un par de años después, con la elección del conservador Laureano Gómez, gracias a la división interna en el partido liberal, quedaría en evidencia que los planes oligárquicos habían dado fruto.
La cúspide del replanteamiento que El Bogotazo causó se presentó en 1958, cuando se estableció el Frente Nacional, una medida totalmente arbitraria disfrazada de democracia que permitiría reafirmar el paradigma liberal-conservador y que evitaría parcialmente insurrecciones como la que Gaitán causó.
Incluso el shock proveniente del pueblo es aprovechado por los gobiernos para impartir medidas de corto o largo plazo que respalden sus intereses.
Además, un caso más reciente que atravesó al mundo entero fue el de la pandemia. El coronavirus creó el escenario perfecto para la implementación de doctrinas de shock. En medio del miedo general, el encerramiento, los problemas de salud mental y, con todos ellos, la incapacidad de la población para reaccionar, se promovieron medidas que en otros contextos podrían haber sido rechazadas.
Nos referimos especialmente a, por un lado, la exención de las actividades minero-energéticas de la cuarentena; fue una medida que causó revuelo pues, mientras la gran mayoría de las industrias se veían paralizadas a causa de un confinamiento impuesto, este par de industrias tan históricamente dañinas fueron eximidas por el presidente Iván Duque, apostando todo, de nuevo, por formas clásicas de producción dañinas con el medioambiente.
Por otro lado, la gran polémica que generó las ayudas financieras brindadas a la industria aeronáutica también causó revuelo en un país que, en medio del hambre, el miedo y la desaparición, requería más que nunca la ayuda de un estado que parecía solo preocuparse por las grandes empresas; a pesar del debate que generó, el estado de shock en que la ciudadanía estaba sumida impidió que se pudiese hacer algo al respecto, y las medidas se terminaron implementando. Son solo dos ejemplos acerca de cómo el gobierno local hizo uso de la crisis para aplicar decisiones impopulares.
Es necesario, pese a todo, destacar casos en que la doctrina del shock no logró ser implementada. Me refiero específicamente al Paro Nacional acaecido en el 2021, producto de una reforma tributaria que se trataba precisamente de eso: aprovechar uno de los momentos más graves de la pandemia para implementar un paquete de medidas económicas que pondrían aún más cargas al pueblo.
Contrario a la tradicional fórmula del shock, el pueblo no se quedó paralizado y salió a las calles, creando problemas en el gobierno para sacar adelante aquello que se suponía debía avanzar sin inconvenientes. Lo sucedido en nuestro país el anterior año es un caso excepcional de cuando el pueblo logra contrarrestar una estrategia tan fuerte como la que la doctrina del shock plantea.
A través de algunos de los acontecimientos más importantes en la historia de la violencia colombiana, evidenciamos la presencia de un constante estado de shock que ha permitido a los gobiernos implementar medidas malas o impopulares sin recibir contestación alguna.
En esta revisión histórica tan pesimista a primera vista, podemos afirmar que en Colombia existe una luz de esperanza. Por primera vez en mucho tiempo, como lo demuestra la encuesta citada y algunas otras investigaciones, el conflicto y la seguridad han dejado de ser temas privilegiados, siendo reemplazados por asuntos como la salud, la economía y la corrupción.
Con unas elecciones avecinándose, parecemos presenciar el escenario perfecto para salir por fin de esa espiral de violencia que nos ha convertido en presa constante de la doctrina del shock. El día en que la política cotidiana importe más que una guerra que amenaza nuestras vidas constantemente, será el día en que se haga posible la memoria en nuestra patria desangrada.
Solo entonces, cuando entendamos nuestro pasado sin ser nublados por una ola de sangre, podremos construir un mejor estado en que las decisiones pasen por el ojo de los ciudadanos; así se podría combatir un poco contra eso tan siniestro que es la doctrina del shock.