Pese a cientos de miles de muertes por COVID-19 alrededor del mundo, ciertos países se dan el lujo de regresar a las calles. Con las medidas más estrictas de protección, quizá; apoyados enfáticamente por sus gobiernos, tal vez; y alentados por lo primitivo de su sentido social, es lo más seguro.
Sería increíble tan solo pensar que por cuenta del coronavirus estamos destinados a verle la cara a los mismos de siempre y hacer como si no pasara nada, como si esta crisis no fuera tal y como si la enfermedad no nos pudiera alcanzar indirectamente. Tal vez eso pensaba en marzo la reina Isabel, quien hoy lleva dos meses aislada en el castillo de Windsor y será así, al menos, hasta que llegue otoño.
Nuestra casa era nuestro caparazón de tortuga, al menos, para cientos de miles que temíamos todavía el frío gélido de la calle y sus tigres asesinos, como esos que matan a diario y a sangre fría en Bello; o como miles en toda Colombia donde ser campesino puede ser sinónimo de guerrillero y objetivo militar de algún maquiavélico.
Aun así, sin pandemia, Colombia daba miedo, pero las gentes, acostumbradas al dolor fatídico de la muerte, seguían vadeando por las costumbres arrolladoras de las tradiciones criollas, eso sí, sin tapabocas y sin el temor de que un agente patógeno pudiera entrar por su garganta hasta lo profundo de sus alvéolos y se lo llevara, así como se llevaron a “10.000 colombianos a manos de militares, policías y servidores públicos encargados de custodiar las cárceles y penitenciarias del país”, según Omar Rojas Bolaños y Fabián Leonardo Benavides, en su libro Ejecuciones extrajudiciales en Colombia, 2002-2010 - Obediencia ciega en campos de batalla ficticios, sobre el cual el diario The Guardian hace referencia en su artículo: Colombian army killed thousands more civilians than reported, study claims.
“No hay miedo que dure 100 años”, expusó Julio Cesar Londoño para el periódico El Espectador, también afirmó que frente a esta pandemia “lo peor ya ha pasado”, pero no lo creo.
Las cifras de contagiados y muertos por COVID-19 siguen aumentando y ni siquiera hemos llegado al pico de infectados, en eso el gobierno sigue alargando cuarentenas inservibles, esas de las que nadie hace caso, algunas por omisión, otras por necesidad, pero al fin y al cabo: sin caso.
En Colombia, hemos mantenido un miedo por casi 70 años, por la incertidumbre de la guerra de parte de izquierdas y derechas militares. Unos dan golpes allí, los otros propinan certeramente allá, y se dan bajas de lado y lado, pero los de la mitad somos los que hemos sufrido los peores golpes, llevando la peor parte y poniendo los muertos que, aunque no han sido en combate, nos han abatido como pudieron.
Quizá para países como Italia, que han llevado la peor parte de esta pandemia con más de 33.000 decesos la muerte sea un panorama devastador, trágico y sin precedentes; pero en Colombia, donde la muerte es nuestra vecina más próxima un viaje al más allá es el pan de cada día. Nada más, solo en materia de conflicto armado, entre 1958 y 2018 la guerra tomó 261.619 vidas, según el Centro Nacional de Memoria Histórica de Colombia, siendo consecuentes con esto, ¿qué haría creer que ciertos colombianos teman a este nuevo hito de la historia del mundo? Yo los veo, entonces, pavoneándose por las calles de este terruño pedroso y sin temor alguno a la muerte de moda.
¿Qué se vendrá para Colombia luego de la COVID-19? ¿Quizá una inminente recesión económica? Puede ser. Colombia jamás estuvo preparada para esto, aunque confío en que lo vamos a afrontar con determinación. Sin embargo, mientras el país siga sufriendo el cáncer de la guerra, que muta y que por años la ha azotado, poco probable es que se ponga a llorar por los golpes que esta nueva situación le está propinando.
Tenemos una enfermedad endémica desde hace decenios, una pandemia criolla llamada: guerra.