Colombia, un proyecto político fallido

Colombia, un proyecto político fallido

"Por obra de esta clase política detestable hemos pasado de la indiferencia al odio, del desapego por lo nuestro, al deseo ferviente de que una diáspora se produzca"

Por: Roberto Echeverri Uribe
mayo 24, 2017
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Colombia, un proyecto político fallido
Foto: Archivo eltiempo.com

Pensar una radiografía de nuestra sociedad es un ejercicio intelectual que debe hacerse de tiempo en tiempo para, —además de salir del letargo mental de quienes vivimos en una sociedad regida por la estupidez—, permitirnos revisar, fortalecer posturas y abandonar modelos y creencias que ciertos grupos de influencia utilizan para manipular nuestra voluntad. Cuando el horizonte de posibilidades es más amplio, y los mecanismos de acceso más poderosos y sencillos que nunca, son los faros de la moralidad los que se apagan. Intentamos saberlo todo, aun a costa del respeto a la individualidad del otro.

Valdría la pena preguntarse a la luz de los adelantos en tecnoinformación si las sociedades de hoy pueden ser consideradas más cultas e instruidas que hace 30 años. Sabemos más, pero seguimos sin saber qué hacer con lo que sabemos. La información adquiere valor vital cuando se convierte en conocimiento capaz de ejercer una fuerza suficiente para transformar positivamente un valor social basado en la práctica responsable del autocuidado (como especie), la fundamentación del buen juicio (como individuo), y el ejercicio del bien común extendido a toda forma posible de vida (como género). Lo demás es lenguaje binario. A los jóvenes se les exige que sean buenas personas porque lo demás está en google. Hoy día, y de manera inauténtica vivimos en modo "espectador" a la espera de la próxima ola, el próximo invento, o la aparición del nuevo ídolo tecnocrático que nos redima de nuestra independencia y auténtica expresión cultural. En eso nos convertimos, en una sociedad en permanente stand by, para adoptar lo nuevo sin importar si es efímero, inútil o estúpido.

Es por ello que el reto no es el acceso a la información; son los objetos. Ellos son quienes dominan nuestro tiempo y nuestra atención. El mundo de lo cósico deslegitima nuestro Yo; es nuestra propia tecnología quien nos roba la libertad, se apodera de nuestro tiempo, manipula nuestro juicio y nos doblega en un eterno y onírico viaje de supuestos y ensoñaciones donde la trivialidad es la base de lo light, y lo inútil; lo efímero. Sin notarlo, es la tecnología la que nos invita a vivir la vergonzosa y decadente vida de seres superiores en estado vegetativo. Es ella, —que tanto ha contribuido a la ciencia y el conocimiento—, quien nos ha sometido a una nueva deontología crítica; nos ha reducido a un cúmulo de seres carentes de sindéresis y nos invita con desesperante y compulsiva insistencia a comprar —más que adquirir— sin importar el costo para el planeta; a competir como salvajes en auténtica destrucción de los principios y valores más elementales de convivencia, para, al final, acumular riqueza y entregarla al poderoso leviatán del capitalismo. Y si quedara algo de razón, será curiosamente la misma tecnología, el instrumento más poderoso para desarrollar nuevas capacidades de análisis, y permitir la conquista de verdades escondidas —en lo científico, pero también en lo social— y lograr con esas verdades reveladas, la práctica de libertades ontológicas fundamentales que garanticen nuestra propia supervivencia. Es la tecnología la que puede abordar los problemas que ella misma produce. De nosotros depende que sea nuestra espada de Damocles, o la tabla de salvación.

Otro aspecto que abruma de nuestra sociedad es la percepción ineludible de vivir actualmente en una sociedad regida por el dinero. Ningún otro valor, moral, cultural, familiar, religioso, profesional, o intelectual tiene vigencia por y para el. Todos esos valores remiten al dinero. Sólo se estima a una persona por sus posesiones (sin importar por supuesto su procedencia) o por sus abultadas cuentas bancarias. Nuestra sociedad se ha convertido en una jungla por excelencia del liberalismo y del capitalismo salvajes. Se cumple con rigor el abrumador y fatídico principio de que los ricos en el país son cada vez más ricos y cada vez menos numerosos, mientras que los pobres, población en constante crecimiento, son cada vez más pobres. Esta horda de miserables es considerada una plaga de la cual debería hacerse cargo la cruz roja y no la institucionalidad colombiana; principalmente porque consume ingentes cantidades de dinero, y su resultado solo puede ser visto en el largo plazo. Es el tipo de programa detestado por los políticos, porque no reditúan en términos de imagen y popularidad.

La evidente avalancha de necesidades insatisfechas de las clases menos favorecidas merma las posibilidades de enriquecimiento de una clase cada vez más rica y menos conectada con la realidad social. Para ellos la miseria es un concepto conocido gracias a la capacidad del ser humano de imaginar, pero ignoran por completo la devastadora ignominia que produce en la sociedad como un todo. Colombia es fruto de la desidia y la falta de principios de quienes la han gobernado. Somos uno de los países con mayor índice de desigualdad, corrupción y desorden institucional del continente, y peor aún, más injusto, debido al actuar de jueces y magistrados que manejan a su antojo el aparato de justicia, haciendo realidad el sabio proverbio de que aquí "la justicia es para los de ruana". El respeto debe partir del consciente colectivo y el ordenamiento de los valores sociales superiores que estructuran la cultura de un pueblo, para bien de los demás. Debemos comprender en cada minúsculo acto, que cada uno es parte de un todo en delicado equilibrio, y que mi comportamiento afecta en mayor o menor medida el de los demás. Nunca estamos solos al momento de medir las consecuencias de una sociedad en conjunto. Tenía razón Nicolás Maduro en reciente alocución al pueblo de Venezuela al afirmar que Colombia es un estado fallido (Ver).

Pobreza y desigualdad nos horrorizan cuando, ocasionalmente, liberados de las garras aturdidoras de los medios de comunicación y la guerra informacional, logramos percibir la realidad cruda y dura de un país agobiado por la ineficiencia, la desigualdad y el oprobioso actuar de la clase dirigente. Saltan a la vista males sociales ya centenarios como la inoperancia en el sistema de seguridad so­cial, la delincuencia, y el desempleo, males como la salud, la educación y la seguridad, pudieron resolverse al menos parcialmente con las bonanzas cafetera y petrolera ocurridas en el pasado. En vez de ello, son la miseria y la desigualdad las que contrastan con la opulencia de una clase poderosa que por norma accede a las mejores universidades privadas, lo cual contribuye al bajísimo nivel de competitividad colombiano. Muchos mal preparados, y muy pocos muy bien preparados no resuelve la ecuación de educación; la educación como la salud es favorable en la medida en que la cobertura en calidad sea amplia.

Las universidades públicas se convirtieron en fortines burocráticos, abandonando los más puros intereses del país: la promulgación de una educación con excelencia, y el fomento de la investigación como base científica en la creación de conocimiento al servicio de la sociedad deben ser los intereses superiores para que la riqueza sea distribuida entre todos y el acceso a los mejores puestos, una realidad palpable. Todo en el país se ha confabulado para que los más favorecidos caminen por la senda del progreso, mientras los desvalidos, se condenen en el infierno de la pobreza, la miseria social, y la falta de oportunidades. Y si la situación no cambia, es probable que esta debacle continúe. Si bien la pobreza y la corrupción son una amenaza todas las latitudes, hay sociedades donde la probabilidad de crecer como persona, de acceder a servicios de educación y salud con calidad aumentan, gracias a la fortaleza institucional y la transparencia en los entes de gobierno y justicia. No es nuestro caso. Colombia está irremisiblemente condenada al fracaso mientras las clases dirigentes sean un corpus social dominante. Es nuestra Colombia un país de trágicos contrastes: pasa mucho y a la vez no pasa nada. Nada hace verdadera historia, nada trasciende ni nos nos hace avanzar en este decadente letargo intelectual. Por ello la necesidad de hacer este análisis.

Otro mal que aqueja nuestra sociedad es la criminalidad. En Colombia según un estudio del Banco de la República realizado en 1994 por Armando Montenegro y Carlos Esteban Posada se distinguen varios factores que inciden en la violencia: un buen grupo de estudios señala que la violencia ha llegado a ser un fenómeno secular, habitual y propio de la vida colombiana, y cree que en en algún momento del pasado se produjo un pecado original que desató una ola que no ha cesado. Este pecado original fue un evento político, una guerra civil, o un magnicidio. Para otros, consiste en algo genético (como la herencia de los Pijaos) o cultural, que ha signado la vida del país. Según otras conjeturas, es el resultado de la pugna entre los partidos, la lucha por la tenencia de la tierra, o el defecto y la deformación de algunas instituciones. Un segundo grupo de estudios bastante numeroso, señala la pobreza como la causa o, al menos, el caldo de cultivo del avance de la violencia y la criminalidad. Este enfoque ha sido aceptado y difundido inclusive por varios gobernantes del país, y hace parte de la sabiduría convencional.

Un tercer grupo considera la "no presencia de Estado" como la causa de la violencia en Colombia. Esta aproximación hace referencia a la carencia de aparatos públicos de prestación de servicios sociales, la ausencia de instituciones de gobierno y la falta de infraestructura de vías, acueductos y telecomunicaciones. Pero, sobre todo, esta tesis hace énfasis en la inexistencia de mecanismos de participación ciudadana que pueda congregar a las comunidades locales y comprometerlas en proyectos de acción política pacífica. Sea como fuere, son la pobreza, la violencia y la desigualdad, acompañada por la falta de oportunidades, las que han hecho de este país un auténtico caos; y hay tantas menos posibilidades de curar todos esos males cuanto que los colombianos tienen a gala elegir como presidentes a simples oligofrénicos. Desde Bolívar hasta el cretino congénito de Santos, pasando por Gaviria, Samper, Pastrana o Uribe -criminales todos-, con­tamos en el Palacio de Nariño con una auténtica galería de retrasados mentales profundos.

De todos modos Colombia es —todo el mundo lo sabe— una democracia solo en apariencia. El sistema político colombiano ha sido cuidadosamente construido para favorecer a los ricos y esquilmar a campesinos y colonos. La clase dirigente colombiana no es rica por el éxito y la inteligencia, ni por su entrega al trabajo, la investigación científica, o por la creación y el desarrollo una idea genial. No; su riqueza proviene de la aplastante acción de poder sobre el pobre, el débil y el indefenso. Su acción depredadora es producto de la ambición desmedida por siglos heredada. Somos un país tradicionalmente insolidario y rapaz, con un agravante: las élites se dicen elegidas por Dios para dirigir los destinos del país, pero el resultado es conocido por todos. Los escándalos que hace décadas eran ocultados o silenciados gracias a la perversidad y la manguala, hoy salen a la luz pública por miles no para exigir el restablecimiento del valor moral, sino para aplastar a un rival. Son las mismas instituciones de justicia, y los entes de investigación las barreras institucionales para poner fin a este moderno cáncer social. Además de ser pacata, solapada y mentirosa, la nuestra es una sociedad estéril. Nos adorna recientemente un premio nobel de paz en medio de una guerra que cobra miles de víctimas por desgreño administrativo, violencia, enfermedades erradicadas de la faz de la tierra hace décadas, o por desnutrición.

El sentimiento de apatía se hace más evidente hoy que nunca. Finalmente, y por obra de esta clase política detestable hemos pasado de la indiferencia al odio, del desapego por lo nuestro, al deseo ferviente de que una diáspora se produzca y nuestros hijos olviden de una vez por todas y para siempre su origen; que desaparezcan su historia y su pasado; se conviertan en hombres ahistóricos, atemporales, cosmopolitas y portadores de un mensaje de esperanza; en la redención de su raza, de su pueblo, y con su trabajo, esfuerzo y dedicación, construyan un futuro en países donde el respeto y el reconocimiento son valores civiles honrados por sus ciudadanos. Que adquieran la valía y el aprecio en otras latitudes. Serán ellos quienes tengan que abandonar este hermoso y exuberante jardín para colonizar nuevas tierras, esparcir la génesis de una nueva colombianidad, y dar sentido a su existencia.

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