El aleve y repugnante atentado terrorista del pasado jueves en la escuela General Santander de la Policía en Bogotá dejó al desnudo nuestra triste realidad, que más allá del acto criminal, evidencia nuestro grado de división y de inconsciencia. Incluso, en algunos casos, raya con la falta de escrúpulos por parte de los que pretenden pescar en río en revuelto, ganar protagonismo político o sacar provecho de un suceso tan monstruoso. Por ejemplo, las redes sociales fueron las protagonistas en sus excentricidades, desafueros, desavenencias, insultos e intolerancias de todo tipo que encarnan el alto nivel de confrontación virtual. Todo lo anterior quiere decir que Colombia de a poco regresa al escenario que más conoce y el que más parece gustarle: el hábitat de la guerra.
Por eso, los de la izquierda recalcitrante y combativa señalan a los de derecha, dando a entender que el gobierno precisamente buscaba un atentado de este tipo para justificar el regreso a la guerra indiscriminada. Unos más osados hablaron de autoatentado; incluso de que las mismas autoridades de manera adrede omitieron protocolos de seguridad y le dejaron el terreno libre a los criminales para usufructuar el estado de terror; así, según ellos, propiciaban una salvadora cortina de humo.
Todo eso a priori, escrito o dicho en forma irresponsable en el calor de los acontecimientos y ante el dolor de los familiares, lo cual le da un tinte de perversidad a tales opiniones apresuradas. En este sentido, todos tenemos derecho a concedernos el beneficio de la duda, y los pensamientos discurren por nuestra mente, a veces sin control; pero de ahí a publicarlos, a proponerlos como tema de discusión sin filtros, sin investigaciones, sin pruebas constituyen reflexiones bizarras, presurosas. En cambio, dichas conclusiones recuerdan las características de los prejuicios y el enardecimiento de los apasionados por la polémica y la confrontación verbal irresponsable e insensata.
Por el otro lado, hicieron su aparición inoportuna poderosos políticos con el ánimo de detonar un grito de batalla, y de paso también justificar el degüello de la paloma de la paz, y la poca esperanza que le quedaba a la mayoría de los colombianos; esto es, una salida política a nuestros odios, fanatismos y diferencias de muchas décadas. Unos y otros parecían olvidarse que había muchas familias en medio de tan lamentable desgracia. Los de esta esquina y la de la otra, quizás no pensaban en unos jóvenes llenos de sueños, y en todo el daño que la barbarie genera en la entraña de la sociedad colombiana. Nadie parecía entender que tan execrable crimen debía unirnos por unos días, o al menos por unas cuantas horas, en torno al rechazo de todo acto de terror y de violencia venga de donde viniere, ya de un extremo o de otro. Pero no, la división cobró un nivel gigantesco a propósito del insuceso.
Ahora el plato está servido para la guerra, y las aves de rapiña que se alimentan del miedo, del odio y de la muerte tendrán de nuevo su bonanza. Digo, las aves de este lado y del otro, porque unos y otros con sus agravios, insultos, afrentas e intolerancias quieren la guerra. No piensan en su egoísmo en los niños, en los ancianos, en las madres, en nuestros sueños. Ignoran que todos somos hermanos, que venimos de la misma fuente y que hacia esa misma fuente vamos: venimos de la unidad y estamos condenados venturosamente a la unidad. Adenda: el pasado jueves como millones de compatriotas, se me vino al suelo la moral. Lo que sí no sé a ciencia cierta es qué me deprimió más, si la actitud insensible, indiferente, inescrupulosa y obscena de tantos con sus comentarios e imprudencias, o si la realidad del terrorismo en su peor versión; y conexo a este estado, el inmenso drama de las familias de los policías.
Por lo tanto, la violencia hay que denunciarla sea cual sea su origen y bando. No hay actos terroristas más o menos buenos o convenientes, y otros detestables. No hay violencia santa y otra demoníaca: una y otra son abominables. Pero la maldita doble moral ahonda más nuestros odios, nuestra división. Sí, los líderes sociales asesinados ya por centenares deben dolernos, los niños y mujeres abusadas deben dolernos, las injusticias deben dolernos por igual, los crímenes del día a día en este país proclive al olvido también deben dolernos. Yo mismo he expuesto en mis artículos las dos caras de esa maldita moneda llamada violencia política. En todo caso, el jueves pasado era un mal momento para restregarnos los rencores y sacar a relucir todas nuestras ancestrales heridas. Muy al contrario, era el momento propicio para reflexionar hasta donde hemos llevado el odio, y descubrir que quizás muy en lo profundo de nuestras entrañas está creciendo un monstruo innombrable que se alegra por la desgracia de los otros, un monstruo que se traga entero el horror y le da el visto bueno: hipocresía, autoengaño, doble moral, mezquindad, llámela como quiera, la palabra adecuada es peor.
Por otra parte, esto que escribo es lo más impopular, lo que menos vende, lo que menos se lee. Aquí vende el morbo del odio, de la muerte, lo farandulero, la provocación, la calumnia, lo obsceno y amarillista. El crimen mismo definitivamente vende. Como escritor, bien podría hacerme el de la vista gorda, mirar hacia otro lado, tomar otros rumbos, otras geografías, emigrar lejos, muy lejos, ser indiferente, no molestar a nadie, no ponerme en riesgo con mis opiniones, y tan sólo cultivar ideas que me garanticen en un futuro el prestigio de las honras y la ridiculez de la fama. Pero resulta que amo este país, sucede que algo me quema por dentro y me dice que debo escribir y publicar esto, y soportar las intimidaciones y los insultos bajos; es decir, olvidar la trampa de la popularidad y dejar mi mezquindad y mis egoísmos a un lado para creer que mis palabras no sesgadas caerán en buen terreno y rescatarán acaso una vida, quizás dos… no presumo tanto. Quiero creer, elijo creer que a mi amado país le queda una última esperanza, que alguien va hacer algo, que vamos a hacer juntos algo diferente y creativo, que viene en camino un milagro, permítanme soñar, no me maten ese sueño, por favor.
Entre morir en medio del odio y abrazado y abrasado por la guerra, elijo morir abrazado y abrasado por la paz, amando a mis enemigos, sintiéndome uno con toda la humanidad. Entre ambos estilos de muerte hay una diferencia tan enorme como entre la luz y la oscuridad. Hablo de esa clase de paz que se busca primero dentro de uno para recrearla después afuera. Hablo de la paz que enseñaron los grandes maestros que pasaron y permanecen con la fuerza de su mensaje en este mundo: ellos predicaron el amor y no el miedo, el perdón y no el odio, la esperanza y no el desespero, el desapego y no la ambición, la humildad y no la soberbia, la tolerancia y no la impaciencia, la moderación y no los extremos, la mansedumbre y no la violencia, la serenidad y no los apasionamientos enfermos, la iluminación y no la irracionalidad de la tiniebla que nos habita: Jesús de Nazaret, Buda, Mahatma Gandhi, Vivekananda, Francisco de Asís, Martin Luther King, Nelson Mandela, entre otros.
Para terminar esta reflexión espontánea, a los de izquierda recalcitrante que suelen incomodarse con mis mensajes les cuento: nadie tiene más motivos que yo para odiar a Uribe, a la extrema derecha, a los paramilitares, y no los odio. Y no miento si les digo que he soñado y sueño ofreciéndoles mi mano; anhelo sonreírles con sinceridad e incluso abrazarlos: son mis hermanos, y hace rato los perdone, aun sabiendo que he enterrado a dos hermanos y otros tres familiares cercanos por omisión de uno y responsabilidad de los otros. A los de extrema derecha les cuento, la guerrilla y la extrema izquierda también me hizo daño: dividió a mi familia, y me mató a un primo que era más que eso un hermano. Y sin embargo, también los perdoné, al fin y al cabo nadie entre nosotros es perfecto, todos erramos. A este mundo vinimos a aprender algunas lecciones, lo importante es descubrir qué enseñanza obtenemos después de cada tragedia o desgracia: así es como logramos evolucionar, trascender y crecer como seres humanos. También he sido perdonado por Dios tantas veces, y por los demás. No soy un santo, tengo más defectos que virtudes, y cometo más desaciertos que aciertos, soy frágil y vulnerable. Hago esto, escribo sobre esto de nuevo, porque no me resigno a que tengamos otros 60 años de guerra, y quién sabe cuántos más de infierno. Dejo a un lado mi egoísmo y vanidad, le doy paso a las burlas de ustedes y le doy un respetuoso permiso a los insultos; pero que antes de continuar mi camino o de morir, nunca se sabe, dejo constancia de que juego mi destino para creer que alguna vez mi amado país pedirá a gritos la paz y no la guerra. Así sea.