Ser el segundo en Colombia un país donde no hay primeros significa que no eres nadie, que el país se ha roto y nosotros con él. James Rodríguez fue y seguirá siendo el segundo de alguien en Europa; Nairo Quintana, un segundo a la medida de Chris Froome; Iván Duque, un gregario inigualable del acomplejado Álvaro Uribe.
¿Pero se puede ser un segundo de Santos, Javier Hernández Bonnet, Vicky Dávila, Pastrana, Gaviria, e incluso de Óscar Naranjo? No. De hecho, no sabemos quién está detrás del vicepresidente, que no es, a su vez, el segundo de Santos, sino una especie de primera dama especializado en dar consejitos a policías.
¿Acaso se puede ser el segundo de Germán Vargas Lleras? Para nada. A estas alturas estarías limpiando parabrisas en los semáforos de la carrera 10. Se puede ser Jung cuando existe Freud; Platón cuando existe Sócrates; Truman Capote cuando existe Norman Mailer; Zacarías cuando existe Jeremías.
La desaparición de la primera línea no significa el ascenso de la segunda, sino su extinción. Imposible alcanzar la categoría de Engels sin Marx, de virrey sin rey, de yerno sin suegro, de subsecretario sin secretario. Sin el número uno, el sistema decimal se va al carajo. Y eso es lo que nos pasa a los colombianos, que nos hemos ido al carajo porque no hay Dios ni presidente del Gobierno ni oposición política, porque no hay Freud, ni Sócrates, ni Jeremías, ni jefe de obra, ni director de proyecto, porque todo ha devenido en una masa amorfa en la que mantenemos por inercia costumbres de otro tiempo completamente absurdas en este.
Sin embargo, desde los escombros, sacudiéndonos el polvo, contemplamos con fascinación a un grupo de políticos escoltados hasta los dientes; son como pequeños demonios que sonríen de oreja a oreja, convencidos de que todo corre a su favor.