Colombia, el país de los extremos

Colombia, el país de los extremos

Lo que en Colombia puede ser cotidiano y común, en otra parte puede verse como irreal o extraño.

Por: Beatriz Camargo
enero 10, 2017
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Colombia, el país de los extremos

Lo que en Colombia puede ser cotidiano y común, en otra parte puede verse como irreal o extraño. Por eso fue un extranjero el que lo definió "realismo mágico", y lo explicó al contrario. Sólo habría que pedir a cualquier colombiano, que cuente una historia que haya vivido o le hayan contado, por más descabellada que parezca. Muchos diríamos que aun siendo niños nos reuníamos a contar historias de miedo, en las que en verdad creíamos, como la de "el Duende", que se robaba precisamente a los niños y se los llevaba a las profundidades de la selva. O las de los "aparecidos", que luego resultaban ser muertos que estaban bien enterrados en el cementerio. Y no son para menos las explicaciones a la moral de otra época: para resguardar el buen nombre de una familia, cuando una muchacha soltera y decente se fugó con un hombre casado, dijeron que había levitado entre las sábanas que estaba doblando en el patio y se había evaporado en el cielo.

La violencia también forma parte de nuestra idiosincrasia, más allá de los mitos y leyendas. Pero las historias de violencia ya no son de un realismo mágico sino crudo, que pondría los pelos de punta, si no fuera porque estamos acostumbrados a ellas. Quién de nosotros no ha llorado una muerte violenta en su familia, o la ha velado en una familia conocida. Desde lanzas, flechas, cerbatanas, bayonetas, cañones, mosquetes, látigos, fusiles, cadenas, un florero, piedras, puñales, machetes, pipetas, pistolas, miras telescópicas, escopetas recortadas,  ametralladoras, hasta motosierras... la muerte nos ha visitado en toda la historia de Colombia, de cualquier manera. Lo más sorprendente no es cómo o por qué mueren muchos colombianos, sino de qué forma  seguimos viviendo los demás: con devoción, con alegría, con orgullo, como en un orgasmo perpetuo de optimismo, donde no tiene cabida el miedo. El muerto al hoyo y el vivo al baile, y que sea lo que Dios quiera.

Los extranjeros que visitan nuestro país, si gracias a Dios no les pasa nada malo, se van descrestados, obnubilados, impregnados de ese "yo no sé qué" que por todos lados se transpira. Y si se les ha atravesado una buena colombiana, en su camino y en su cama, salen de allí hasta enamorados. Fuera de Colombia son pocos a los que no les brillan los ojos cuando recuerdan que allí han estado. Y que ningún extranjero ose criticar o burlarse de mi país, porque le digo -en broma- que ponga cuidado cuando salga de su casa porque puede que mi difunto amigo Pablo le mande a unos colombianos a que lo esperen en la puerta.

En Colombia cosechamos el remedio infalible contra todas las desgracias y penas: la risa. Ninguna farmacéutica lo ha patentado y nosotros lo repartimos con generosidad, donde quiera que vayamos. Con chistes, burlas, dichos, sátiras, incluso sarcasmos. Con tal de reír, nos reímos hasta de nosotros mismos. Le ponemos apodos a los familiares, a los compañeros de trabajo o a los vecinos. Le vemos gracia, o se la sacamos, a lo que cualquier otro ser humano, en otras latitudes, encontraría profano. Ya de niños lo hacíamos en el colegio, nos matoneábamos de risa cuando alguno le cogía el maletín a otro y le vaciaba el tarro de la basura adentro o se lo llenaba de piedras. Por mencionar sólo lo más sano. O cuando en un partido de inter-clases, una misma se agarraba con otra de las greñas, y los demás gritaban y animaban, nadie grababa y ni los papás ni la opinión pública se daban cuenta (y los niños de esa época somos los padres del presente: unos padres atrapados en medio de los métodos de la vieja guardia y los avances de la nueva era. Cualquier abuela colombiana diría, y con razón, que pasamos de ver como nuestros propios padres solucionaban todo con rejo y chancleta, a dejar que ahora sean el reguetón o la tablet los que les den a nuestros hijos en la jeta).

¡Ay Colombia tierra querida! ¿Qué puede explicar tantos extremos? Quizás más que la violencia o la risa, lo que las abarca a ambas sea lo más intenso que tenemos los colombianos: la pasión. Esa pasión que es tal vez la que ha forjado nuestra historia, o ha nacido de ella, en la lucha por nuestra supervivencia. Esa pasión que se le mete a uno en el cuerpo y en la cabeza; que lo hace pasar a uno en un segundo de derramar lágrimas por las tragedias, propias y ajenas, a mover las caderas, a sacar pecho con una camiseta, a darle duro al que no comparta las mismas creencias o a ser seguidores acérrimos de ídolos y fieles defensores de sus ideas. Esa pasión que hoy en día se nos desborda en unas teclas, nos mete en una realidad virtual con nuevas formas de amor y de guerra,  y que, mal encaminada, nos puede hacer olvidar las certezas: que ese que está al otro lado de la pantalla también es nuestra familia, nuestro amigo, nuestro parce, nuestro ser querido… nuestro primer y propio acuerdo de paz en este amado país de maravillas y miserias.

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