Sagrado Corazón
¡Por favor! ¡Qué desastre de fachada!
¡Qué descomposición en la cocina!
¿Quién dejó la pasión descongelada
por dedicarse solo a la vitrina?
¡Qué reguero de nitroglicerina!
¿De dónde sale tanta sanguijuela?
¡Por toda parte polvo y vaselina!
¡Qué despreocupación por la clientela!
Antes de que en un flash me ilegalicen
vengo a poner la queja al dependiente.
No se despeinen, no se escandalicen,
el dueño es quien responde frente al cliente
y este país es tuyo –o eso dicen–
Sagrado Corazón, incompetente.
Siempre he sostenido que la oración es una de las mejores muestras de la inexistencia de dios o al menos de su inoperancia.
Desde que tengo memoria he sabido de cientos de cadenas de oración, procesiones, misas, actos ecuménicos y rosarios ofrecidos por motivos que resultarían nobles al más insensible de los dioses: la liberación de los secuestrados, la paz del país o la sanación de los enfermos terminales.
¿Y cuál ha sido la respuesta?
Ni se han liberado a los secuestrados, ni se ha logrado la convivencia y los enfermos de cáncer siguen muriendo en los pabellones de oncología.
Sin embargo existe una evidencia superior de la incompetencia, si no de la inexistencia, del dios católico. Se llama Colombia.
Pocos países han declarado y ejercido con más fervor su pasión por la religión católica que el mío.
Hasta hace muy pocos años su constitución invocaba al dios judeocristiano, en pocos lugares se celebran más misas, su consagración al Sagrado Corazón de Jesús es uno de sus mayores orgullos y en cada pueblito perdido hay una iglesia, un convento o un seminario.
¡Colombia es el Campus Party del mundo eclesiástico!
Y sin embargo, cuando abres el periódico o ves el noticiero o sales a la calle, la absoluta ausencia de compasión, el imperio del dolor, la instauración de la tragedia. Todo ello ante la aplastante indiferencia de quien, se supone, podría resolverlo todo con un chasquido de dedos.
Por estos días he descubierto que algo le debo a los candidatos presidenciales de mi país.
He descubierto que algo le debo a Óscar Iván Zuluaga y a su ventrílocuo, mezquinos y cínicos.
He descubierto que algo le debo a Santos, inoperante y maquinador.
He descubierto que algo le debo a Peñalosa, acomodaticio e hipócrita.
Les debo el hecho de convertirse en prueba irrefutable de que el dios que invocan o no existe o es un indolente desvergonzado.