Colombia no puede seguir poniendo muertos, mientras los gringos se recrean

Colombia no puede seguir poniendo muertos, mientras los gringos se recrean

Las consecuencias de la guerra contra las drogas han sido nefastas para nosotros, ¡es hora de cambiar la estrategia!

Por: Marco Aurelio Garcia Pedraza
mayo 13, 2020
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Colombia no puede seguir poniendo muertos, mientras los gringos se recrean
Foto: Pixabay

La política antidrogas, impuesta a Colombia por Estados Unidos, es lesiva. El país se involucró en esta pesadilla, de la cual parece no haber salida, que nos hunde cada día más.

En 1974, el problema era la marihuana, se reducía a la costa norte, específicamente a la Sierra Nevada de Santa Martha y parte de La Guajira. Allí se calcularon 19.000 hectáreas sembradas y una producción aproximada de 9.500 toneladas. El problema era minúsculo y focalizado, aunque debía ser resuelto por quienes gobernaban.

Bogotá y Washington idearon como solución la Operación Fulminante, basada en intervenciones que solo contemplaban la represión para las cadenas de cultivo y tráfico, pero no para las de distribución. Esta política fue acogida sumisamente por los gobiernos de López, Turbay, Barco y Betancur. Solo Samper, quien por la época era presidente de ANIF, fue una voz disonante.

De hecho, en marzo de 1979, manifestó: “El país debe estudiar la legalización de la marihuana como una alternativa seria”. Por supuesto, el presidente Turbay atacó la propuesta. Incluso, El Tiempo hizo apología apoyando al gobierno y emisarios que actuaron en nombre de la Comisión Nacional Antidrogas acudieron a la Iglesia Católica solicitando la excomunión de Samper.

A pesar de eso, Samper conservó la línea y en 1981 agregó: “Si Colombia no legaliza la marihuana, la economía se verá erosionada y desestabilizada, se consolidará la impunidad de las mafias de traficantes y se corromperán totalmente ante la tentación del dinero fácil, la policía, los jueces y las Fuerzas Armadas”.

Atendiendo esta polémica propuesta, con la cual estaba de acuerdo el general Matallana, Acopi, entre otros, nos sorprendió la coca que, impulsada por una supereconomía subterránea, volvió añicos la institucionalidad y penetró todos los estamentos sociales. Se había quedado corto Samper al excluir a la clase política, la iglesia, la banca, el fútbol y la misma prensa... todos sucumbieron ante la danza de dinero. Allí inició el calvario para miles de colombianos que heroicamente entregaron y siguen entregando sus vidas a lo largo y ancho del país.

Solo habían transcurrido cinco años desde la propuesta de Samper y ya enfrentábamos a los llamados carteles de la droga, entre ellos el de Medellín (Pablo Escobar Gaviria, Carlos Lehder y Gonzalo Rodríguez Gacha), Cali (Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela), Norte del Valle (Orlando Henao Montoya y Wilber Varela) y la Costa (Alberto Orlandez Gamboa y José Fernando Fiallo Jácome). Estos nuevos ricos se apoderaron de las mejores tierras, casas, carros, caballos y de las mujeres más lindas... reina que se respetara aspiraba a tener su capo.

A través del Movimiento Cívico Latino Nacional (liderado por Lehder) incursionaron en la política y mediante el Partido Liberal se vincularon a la Cámara de Representantes con Pablo Escobar. Esto conllevó al más terrorífico campo de batalla, que pasó de las acusaciones en el Congreso al terreno de los hechos. Inició con la toma de Tranquilandia el 11 de marzo de 1984, que recibió como respuesta, 50 días después, el asesinato de Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia de Betancur, el 30 de abril.

En los restantes dos años de gobierno de Betancur y los cuatro de Barco, una sucesión de hechos —el asesinato de Guillermo Cano (director de El Espectador) en 1986, la extradición de Lehder en 1987 y el asesinato de Luis Carlos Galán en 1989— incendiaron al país. Acá cabe anotar que la lista de periodistas asesinados no terminó con Cano: mataron también a Álvaro Gómez Hurtado, Jorge Enrique Pulido, Cristian Martínez Sarria, Fernando Bahamon Molina, Héctor Giraldo Gálvez, Diana Turbay y muchos más.

Hasta hoy, la política antidrogas ha sido un fracaso. Sus resultados no ameritan discusión. Después de cuarenta años de su aplicación, el país tiene 200.000 hectáreas de coca (sembradas en las riveras del Pacífico, pasando por Putumayo, Vaupés, Guaviare, Meta, Caquetá, Cauca, Catatumbo y Antioquia), que producen unas 900 toneladas de clorhidrato. Esto quiere decir que multiplicamos por 10 el área cultivada y pasamos de tener 4 carteles a decenas de cartelitos.

Además, ha dejado niños, soldados, policías y campesinos mutilados o asesinados. Sin contar con que cuando funcionó la represión, medula de esta política, la mafia encontró en nuestra juventud un potencial de clientes, convirtiendo a miles de ellos en drogadictos y cargando con esa cruz a sus familias, en un país en donde las políticas en materia de salud preventiva son precarias, por no decir que nulas.

Las fuerzas pensantes de Colombia viven un letargo que asusta, parecen esperar otros cincuenta años de tragedia para reaccionar. La prensa se resigna con informar de las caletas halladas en Suesca, Guasca, Girardot o El Dorado; a contar si Fulano tiene vínculos con Zutano; y a relatar si los mafiosos financiaron la campaña de este o del otro. Los militares están envilecidos, ya que su inteligencia se dedica a hacer mandados por unos cuantos pesos, utilizando la tecnología dispuesta para la seguridad patria para chuzar a políticos de oposición, periodistas, etc.

Por todo eso es urgente un cambio en la estrategia para combatir el narcotráfico. Se requiere a alguien que no le tema a la excomunión, al retiro de la visa o a exigir reciprocidad en la extradición y represión de las cadenas de distribución en EE. UU. (destino del 80% del alcaloide que sale de acá). ¡Colombia no puede seguir colocando los muertos, mientras los americanos se recrean!

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