Me cuento entre quienes casi nunca prenden el televisor. Aunque disfruto mucho algunas series y algunos documentales, por lo general prefiero destinar ese tiempo a la lectura. El estado de intimidad que se logra con la lectura me resulta inigualable y siento que el grado de interactividad que se alcanza es el mejor gimnasio de la mente que existe sobre la Tierra.
Y cuando empleo el término “gimnasio de la mente” no lo hago de una manera desprevenida ni como mero recurso del lenguaje; lo hago a ciencia cierta.
Nunca he podido comprender del todo por qué nuestra civilización occidental pudo sembrar la conciencia sobre el cuidado del cuerpo y dejó de lado, casi que por completo, la conciencia sobre el cuidado de la mente. Basta con observar que si la gente acudiera a las universidades y colegios con la misma pasión con que llegan a los centros estéticos o a los boditecs, seríamos una sociedad muy superior en todos los aspectos.
Por eso cuando se habla de la salud suele entenderse que se refieren a la salud física y no a la salud mental, lo cual es verdaderamente grave.
Es absurdo que no existan aún cátedras y políticas que pongan en conocimiento público los avances de la neurociencia para que toda persona tenga conciencia de cómo funciona su mente y, por lo tanto, aprenda a hacer algo tan definitivo como cuidarla.
Así como cuidamos nuestro cuerpo y le damos alimento, aseo, ejercicio y adorno, así mismo debiéramos cuidar nuestra mente, dándole también alimento, aseo, ejercicio y belleza. No se equivocaba en esto San Pablo cuando insistía tanto en aquello de la renovación del pensamiento.
Esa es una de las razones por las cuales casi no veo televisión ni escucho radio. Logré entender que me hace daño la forma escandalosa, roja y farandulera con que muchos programas elaboran las noticias. Por eso prefiero buscarlas a mi gusto y a las horas que yo quiera. A veces me da la sensación de que las malas noticias hacen menos daño cuando llegan por escrito.
Una de estas noches llegué a la casa de mis padres y los encontré embelesados viendo La Voz Kids hasta el punto que no tuve más remedio que sumarme al programa.
Al minuto yo también quedé fascinado.
Cuando me despedí y me monté al carro caí en la cuenta de que estaba sintiendo una alegría y un regocijo deliciosos. Y no era para menos: había recuperado el rostro bonito de mi país.
Me di cuenta de que llevaba meses recibiendo solo noticias malas de Colombia. Que las de la pandemia, que las de los bloqueos, que las del vandalismo, que las de la corrupción, que las de la pobreza disparada, que las del invierno, que las de las barras bravas, que las de los asesinatos de los líderes sociales. Y de pronto, de un momento a otro, como por arte de magia, me hallo frente al más bello rostro de mi país. Fue como pararme bajo las aguas de una cascada fresca y risueña.
Nosotros tenemos las niñas y los niños más lindos del mundo.
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Me sorprende esa desenvoltura con que responden a lo que les preguntan, esa calidad artística que despliegan en el escenario, esa ternura infinita con que se abrazan con sus padres esforzados
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Me sorprende verles esa desenvoltura con que responden a lo que les preguntan, esa calidad artística que despliegan en el escenario, esa ternura infinita con que se abrazan con sus padres esforzados, esos padres llenos de méritos y orgullo viviendo ese anhelo con sus hijos. Me encanta también cómo lo hacen los maestros del programa, sobre todo Andrés Cepeda. Se ve que Cepeda es una gran persona. Su delicadeza elegante y genuina y la calidez y respeto con que trata a los niños constituyen un ejemplo valiosísimo. Nos enseña y nos honra a todos.
Vale la pena contarles una anécdota.
Una niña de Casanare cantó, como los ángeles, una canción llanera. Obviamente fue escogida para continuar en las presentaciones. Cuando terminó y vinieron las preguntas de los maestros, alguno le preguntó si alguien le había enseñado, si había recibido clases de canto. A lo que esta chiquitina de no más de nueve años respondió:
—No. Yo creo que a mí el que me enseñó fue Dios porque yo nací empírica.
No hay palabras para describir esa maravilla que también es nuestra maravilla.
Ni para qué sigo. Digan lo que digan y pase lo que pase, Colombia es una maravilla.
Y si no me creen, mirémonos en La Voz Kids.