Con el envío de 5000 tropas y el arribo del general Mark Strammer, comandante del Ejército Sur de los Estados Unidos, Colombia dejaría claro de una vez por todas lo que ya se sabe, pero nadie quiere admitir: no solo somos un país manejado por un títere que casa guerras ajenas para desviar la atención de quién sabe qué cosas, sino que además somos el patio trasero de los Estados Unidos.
Lo triste es que la colonización ideológica que el país del tío Sam ha desplegado a lo largo de las décadas por medio de sus industrias culturales es tan avasallante que, de seguro, muchos colombianos recibirán la noticia sin la menor indignación por la pérdida de soberanía que tal acto supone, e incluso habrá muchos que hasta se alegrarán.
Nunca dejo de sorprenderme cada vez que entro a un local de San Andresito y veo en las vitrinas navajas con banderas estadounidenses (o americanas, porque, al parecer, América son solo ellos y nosotros habitamos en el no lugar), o algún restaurante de menú ejecutivo, con dueños y meseros mulatos y mestizos, y observo placas decorativas con la bandera de los confederados... Algo semejante a un judío con la esvástica tatuada en la frente.
A todos ellos les recomiendo leer un libro que, para el caso, suena premonitorio: Los condenados de la tierra (1961), de Frantz Fanon, en cuyas páginas hay unas frases que vale traer a colación en este momento, que ojalá no resulte histórico:
"La burguesía occidental ha levantado suficientes barreras y alambradas para no temer realmente la competencia de aquellos a quienes explota y desprecia [...] Hay que convencerse, por el contrario, de que el colonialismo es incapaz de procurar a los pueblos colonizados las condiciones materiales susceptibles de hacerles olvidar su anhelo de dignidad. Una vez que el colonialismo ha comprendido a dónde lo llevaría su táctica de reformas sociales vemos cómo recupera sus viejos reflejos, fortalece sus fuerzas policíacas, envía tropas e instala un régimen de terror, más adecuado a sus intereses y a su psicología".
