Ya lo decía Walt Whitman: “la historia universal no es una simple crónica de narraciones, es una tragedia de lo divino y de lo humano, que se desarrolla en millares de actos, con sus momentos de tristeza y alegría, con sus héroes y antagonistas, con prólogo, pero sin fin”.
No conocer la historia de un país puede hacernos cometer los mismos o peores errores, y aventurarnos en aguas turbulentas y sigilosas de manera irresponsable; o el conocerla; y no importarnos, lo que es aún más grave.
Hay alborozo por el triunfo de la cordura, de la razón, de lo coherente, de lo responsable, del Estado de derecho y la democracia con el triunfo de Iván Duque; pero también debe quedar un sentimiento de angustia, desazón e intranquilidad con la importante votación de su oponente político, que supo manejar las frustraciones, las ilusiones, las iras y resentimientos populares de un Estado fallido, no obstante su pasado oscuro y la falta de valores e irrespeto a principios y valores tradicionales. Fue vitoreado por una gran masa de alucinados electores, sin conocimiento de la historia sombría y violenta de este país, o que presumiendo conocerla quisieron cambiarla con supuestos modelos económicos y hombres que no garantizarían el bienestar común, sino por el contrario, una pandemia social de necesitados.
Seguidores en su mayoría fanáticos, fundamentalistas y dogmáticos, convencidos de los ideales “justicieros de las izquierdas vociferantes y desafiantes, del concepto libertario, democrático idílico y racional de un verdadero Meta Estado; donde los axiomas sagrados fueron cuestionados y despedazados por jóvenes víctimas del sarpullido comunista, de ateos o intelectuales desafiantes y arrogantes, librepensadores errados, frustrados e irresponsables, o practicantes convencidos de la bondad de la forma de gobierno totalitarista.
Esa gran masa queda ahí, rugiente y amenazante, el muro del recuerdo fue destruido a mazazos adrede y perversamente, ello es consecuencia de haber permitido, alcahuetes e indulgentes, el advenimiento de teorías y posiciones que socavaron las estructuras institucionales. Permisividad convertida en libertinaje y disolución. Una sociedad que así se levanta es de costumbres relajadas, laxa, ambivalente, falta de carácter, disciplina, metas, logros y propósitos. El irrespeto y la falta de amor a Dios, la familia y la patria fueron suplantados por una tumultuosa cascada de melifluos y dulcetes derechos, con la mirada complaciente de cortes y legisladores somnolientos, embebidos del falso concepto de “civilidad”
Nos arrinconamos cobardes, al pie de la balanza, como trinchera de quietud y paz, cuando la patria más lo necesitaba, sufrimos una extraña mutación o metamorfosis kafkiana y permitimos alcahuete, los atentados ideológicos, no menos mortíferos, que los tatucos de las Farc.
“El hijo debe amar y respetar al padre, el padre, la autoridad, y todos a Dios”, este axioma o este principio lo encierra todo, autoridad, orden, respeto al mundo jurídico, al Estado de derecho, a los derechos civiles y las garantías fundamentales contemplados en la Constitución política de Colombia. A este paso, Colombia necesitará ¡camisa de fuerza!, no me refiero a una intervención militar, sino a una retoma ideológica y pedagógica, en pro de la cordura y rescate de los verdaderos ideales de la vida.