Alentados por las historias de sus padres que escuchaban en la sala de la casa, los adolescentes cambiaron el día menos esperado, los juegos tradicionales de ponchao, escondite, la gallina ciega, el beso robado y tantos otros, para trenzarse en grescas de las que, invariablemente, terminaban algunos con chichones y otros con los ojos morados.
Eran las batallas de liberales y conservadores. Por supuesto, no sabían bien de qué se trataba, pero dependiendo de sus progenitores, para algunos ser azul era tanto como pertenecer al bando de los buenos, y si eran del color rojo, encarnar a los malos. Dependiendo de las elecciones de la época, la apreciación cambiaba y de pronto los que antes eran malos, ahora eran buenos, y viceversa.
Mientras atendían las contusiones, padres y madres decían a sus muchachos que por política no se peleaba, pero para ellos, era cuestión de dignidad, así no entendieran en su corta infancia, nada de ideologías, coaliciones ni compadrazgos.
Esa es la forma como el escritor, Álvaro Salón Becerra, describía en el libro Al pueblo nunca le toca, la forma como por generaciones se han sembrado odios que enfrentan a familias enteras.
En las páginas del libro relató magistralmente las guerras intestinas que le han impedido a Colombia salir adelante y que mantienen enfrentados a unos y otros, alimentando rencores y generando divisiones.
Salimos de una y caemos en la otra. Ahora atravesamos una polarización sin antecedente histórico que enfrenta a petristas y antipetristas, mientras que el país se encuentra sumido en la zozobra, la pobreza y un estancamiento del que no saldremos si prosigue esa pelea que cada día tiene un nuevo capítulo, fácil de seguir en los noticieros de radio, televisión o en los diarios.
La intolerancia y la falta de diálogo nos están ganando la batalla. Entre tanto avanza este gobierno, Colombia naufraga, a menos que hagamos un alto en el camino para escucharnos y construir juntos.
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