En la antigua Roma, bajo el rigor de los Césares, los ajusticiados en los espectáculos circenses se dirigían de esa manera al emperador, antes de que este pusiera el pulgar hacia abajo en señal de muerte: “Ave, César, los que vamos a morir te saludamos”.
Ahora, en un espacio también cruel y circense, los colombianos parodiamos tal escena y tal espectáculo. Solo que aquí no hay lugar a protocolos: ni siquiera eso le es concedido a los condenados a muerte por el desgobierno. Y es que en nuestro país, violento por naturaleza, la muerte no da señales de alerta y mucho menos ofrece posibilidades de despedida: eso lo sabemos bien los que en una o varias oportunidades hemos sido visitados por los redobles sangrientos de la guerra. Solo queda en el ámbito de algún rincón del suelo patrio un grito mudo y estridente como el de Munch, el cual rebota sin generar eco en el muro de la indolencia de otros emperadores no menos crueles y depravados. En efecto, podríamos darles otros nombres a nuestros césares contemporáneos, como por ejemplo: los indiferentes, los enfermos de omisión culposa, los cegatones a voluntad, los sordos a propósito, los que callan a conveniencia, o pegan el grito en el cielo si les tocan sus intereses mezquinos; es decir, los aquejados de esa doble moral político-cristiana tan característica de la cohorte de corruptos intocables e innombrables.
Delante de tus narices, Colombia, te voy a nombrar a algunos de los protagonistas de la triste y honrosa lista de los que te saludan a un paso del patíbulo, inermes ante el frío de tu indiferencia: por ejemplo, los estudiantes que llevan sobre sus hombros la herida mortal de las universidades públicas; estudiantes y profesionales estrangulados por el Icetex; líderes sociales con la lápida en el pecho; amenazados de muerte de toda índole y condición; desplazados geográfica y moralmente; niños famélicos de la Costa Caribe, del Chocó, niños de los extramuros citadinos, y niños de las culturas indígenas sobrevivientes del exterminio y la expropiación; niños víctimas de abuso sexual y de asesinatos ignominiosos; mujeres violentadas y en riesgo de feminicidio; civiles vulnerables o carne de cañón en medio del conflicto; defensores de las víctimas y de los derechos humanos; enemigos de la guerra y de la impunidad; amigos de la paz y la concertación; hombres incorruptibles que piden justicia humana y divina; desahuciados de las entidades prestadores de salud y sus paupérrimos oficios; drogadictos que vagan como zombis sobre el vasto territorio de los hipócritas que presumen de atacar el flagelo del narcotráfico, pero que siembran la mala hierba de un estilo de vida apto para el consumo; indefectibles damnificados de cada invierno y de cada verano extremo; muertos en potencia y a granel en calles y autopistas a causa de nuestro caótico desorden vial; estigmatizados y segregados de cualquier grupo humano; decenas de miles de jóvenes formados (deformados) para una vida carente de sueños y proyectos; pensionados con el salario mínimo, es decir, esa máxima condena a una muerte lenta; trabajadores temporales, y obreros sometidos a la esclavitud moderna; maestros encarrilados en la vergonzosa degradación de sus condiciones salariales; víctimas de todas las especies de victimarios colectivos e individuales; y en fin, un prolongado etcétera , más la absurda plusvalía de todos los señalados en los tribunales de la insensatez y la injusticia colombiana, por ser dizque “idiotas” útiles, de no se sabe qué o quiénes, en el imaginario de sus razonamientos abstrusos y malintencionados. En todo caso, útiles e imprescindibles, y nunca imbéciles, sí son todos los valientes defensores de las buenas y filantrópicas causas de cualquier origen, color, raza, género, latitud e inclinación política.
Ave, Colombia, los que vamos a morir te saludamos… pero primero daremos la buena pelea: nuestra lucha legal, pacífica y humanitaria en procura de esa meta lejana del miedo y cercana a la vida. Después, si quieres y conforme a tus resabios de asesina, puedes poner el pulgar hacia abajo en señal de condena, como solían hacerlo los emperadores romanos. Eso sí, dejando constancia de que el peor castigo, y a la vez el mayor fracaso de los verdugos y tiranos es ver la actitud digna e inquebrantable de los condenados a muerte.