En medio de la pandemia y las restricciones que hay en España sobre movilización, distancias y bioseguridad, caminando por la calle Santiago de Valladolid llama la atención un gran cartel en donde se lee: Colombia in my arms.
Había tres rostros en segundo plano, de tres personas que luego sabría que eran: un guerrillero, una congresista de derecha y un "niño" de la sociedad colombiana, más precisamente de la élite bogotana. Entrevisté a sus autores: Jenni Kivisto y Jussi Rastas, de origen finlandes.
Así comenzaba como cada año la Semana Internacional de Cine de Valladolid, conocida con la sigla Seminci. Anunciaban que el aforo sería controlado y no más allá del treinta por ciento. Además, la compra de entradas solamente era en línea o, como dicen ahora, “onlain” (online).
Al ver el documental para mí, ninguna sorpresa. O quizás sí. El solo hecho de dejar que la Colombia profunda se exprese y que no se oculte la verdad en el sentido de que los mayores problema del país son la desigualdad, el hambre y el empobrecimiento de cientos de familias (que no tienen otra forma de vida que la siembra y cultivo de hojas de coca) es un avance.
Conozco por mi trabajo periodístico la miseria en que se ha sumido la costa pacífica colombiana y especialmente la rica región pacífica nariñense. En los últimos cinco gobiernos departamentales, llamados gobiernos alternativos, el atraso y la brecha entre pobres y ricos se ha incrementado de manera grosera.
Ni alternativos ni progresistas. La muerte acecha, el saqueo persiste y la corrupción administrativa campea. Ni Cuellar, ni Navarro, ni Zuñiga, ni Delgado, ni mucho menos Romero dieron la pauta para mejorar tal situación, más que incrementar el número de soldados y policías que actúan en connivencia con paramilitares, en Tumaco y sus alrededores.
Al terminar la película he abordado a los jóvenes documentalistas finlandeses que vivieron 18 meses en Colombia. Cinco de ellos los pasaron en un campamento guerrillero en la zona de la perla del pacifico, Tumaco.
¿Qué vieron? Fue mi pregunta. Aunque debí preguntar qué fue lo que les dejaron ver mientras estuvieron en Colombia. Y la respuesta de Yussi Rastas fue directa: desigualdad.
Ella, Jenni Kivisto, agrega que también vio la falta de oportunidades para la gente. Dice que hay gente que en este país termina justificando la guerra desde diferentes ángulos. El título, Colombia fue nuestra (Colombia in my arms), querría decir que alguna vez Colombia fue de los indígenas, Perogrullo; fue de los negros, de los campesinos, de los estudiantes y trabajadores. Esta es una Colombia que se desvanece en manos de cinco familias sin importar la suerte de las mayorías.
Pocos documentales y películas muestran esta verdad. La mayoría, por no decir todos, al tenor de lo que les dicen los dueños del poder exhiben como problema mayúsculo el narcotráfico y todos sus tentáculos para ocultar realidades. Creo que llegar a constatar que el narcotráfico es un asunto colateral no solo es bueno para que la “comunidad internacional” entienda la desesperanza en que viven cientos de colombianos, algo más de 18 millones considerados bajo índices de miseria absoluta.
Jussi Rastas sostiene que la influencia del gobierno de los Estados Unidos es evidente. “Es lo que pasa en muchos países del mundo”, agrega. En la zona costera de Nariño hay mucha calidez entre su gente, sostiene Jenni, al tiempo que se lamenta de las grandes diferencias sociales, de lugares de negros, indígenas y campesinos en completo abandono.
A nivel nacional el documental muestra, en la tozudez de la derecha arcaica y criminal, a una de las figuras más detestables: la congresista María Fernanda Cabal, cercana a uno de los gremios de mayor influencia con el paramilitarismo (como los ganaderos agremiados en Fedegan, en donde su marido funge como presidente). Tenía que ser ella, la mediática y la que cree que aún existe la Unión Soviética, aunque a la pregunta de por qué ella y no otro miembro de esa derecha oprobiosa la respuesta de los documentalistas fue: “Pensamos primero en el esposo de la Cabal, pero ella misma se ofreció a ser parte de la película”.
Como salido de una manigua mágica y espectacular, el documental muestra los intríngulis en los que se mueve Ernesto, un guerrillero de las Farc, que comparte cosas en un campamento en el occidente nariñense. Él prefiere seguir hablando de paz, mientras en sus narices nada ha cambiado ni está por cambiar. Su mirada y su discurso caen en el vacío. No creo que Ernesto haya sido buscado a propósito, aunque a la pregunta de por qué no presentar, por ejemplo, la visión de una mujer combatiente, la respuesta de los documentalistas fue: “No encontramos la persona apropiada”.
Entre la beodez literal y mental, el documental acude a una figura que mucha gente creía extinguida. Entre manteles, copas (vasos) de whisky, cuadros de la pintura, cortinas y adornos centenarios o milenarios, y corredores y salones aparece la figura de, como decimos en Colombia, “un niño bien”. Ante la cámara balbucea: “Como este cigarrillo se consumen hoy la oligarquía, la aristocracia y la burguesía juntas”, dice entre el vaho de su tabaco y su mirada perdida. A la pregunta de por qué ese recurso, la respuesta de los documentalistas fue: “Una es la Colombia de las ciudades, con corridas de toros y la vida aristocrática y otra, muy diferente, la que vimos y mostramos en el documental”.
Entonces, lo que en principio les inspiró para hacer “algo poético” entre los años 2017 y 2018 en Colombia, termina siendo no otro diagnóstico como a los que nos tienen acostumbrados la televisión y la radio de los dueños del poder, sino una disección del "cuerpo" Colombia, que se ve y se toca en zonas en las que se suponía que el posconflicto estaba caminando. Terminan mostrando en una cámara que esto no es ni ha sido poético: la vida no vale nada y los mismos de siempre campean a sus anchas sembrando hambre, miseria y sangre por doquier.
Al final de nuestra entrevista, los finlandeses descubren que la paz, tan cacareada por la guerrilla de las Farc y el gobierno (como dice uno de los documentalistas), “ya no se veía tan obvia”. Esto me hace pensar que como muchos colombianos diremos que, mientras no se ataque la desigualdad y la pobreza, hablar de paz es realmente un ejercicio poético. Este es y será un discurso que conviene a quienes detentan el poder y a quienes viven de espaldas a la realidad del país más geoestratégico y geopolítico para los intereses foráneos y locales.