La cuarentena tiene algunos beneficios. No me hace falta, por ejemplo, el “golpe de ala” que sufría por cuenta de uno que otro pasajero en el bus; por las mañanas veía pasar buses llenos con la esperanza de que el siguiente viniera desocupado, o sufría los incómodos olores del hacinamiento o llegaba tarde. Tampoco me hace falta la polución, hoy respiro oxígeno y veo al occidente los nevados que la polución esconde.
Por otro lado, me hace falta visitar al abuelo sin el temor de enfermarlo con un virus, me hace falta ver a mi hijo jugar fútbol con sus amigos, me hacen falta las reuniones familiares. Ingenuo, pensaba que podría abrazar a mis seres queridos en cualquier momento. Hoy no es posible. A menos de que estuviera en un funeral, no valoraba en su real dimensión la importancia de un buen abrazo.
El distanciamiento social es cada vez más un distanciamiento emocional, la videollamada nos acerca lo suficiente como para mantenernos bien lejos. No me cabe duda, hasta aquel que odia los abrazos, el que le huye a los apretones de la incansable tía, hasta él va a pedir abrazos. Pero esta crisis, ante todo, nos ha traído preocupaciones: el trabajo, la salud, la educación de nuestros hijos.
Los políticos, sin embargo, enmudecen cuando se trata de estas preocupaciones, parece que viviéramos en dimensiones paralelas. En los medios se debaten entre dejarnos salir a trabajar o hacernos vivir como ermitaños; o matan al virus o matan a la economía. Ignoran que un liderazgo más humano inspiraría, en todos, una respuesta más humana. Si les prestamos atención, el objetivo no es quedarse en casa para disfrutar un futuro día de la madre en familia, el objetivo es quedarse en casa para poder salir al banco.
A mí no me cabe duda, el sacrificio de hoy es por salvar vidas, no la economía. Si nuestros vecinos mueren, no tendremos con quién construir un futuro económico. Solo nos salvará llevarle comida a quién la necesita, así de simple. Salvar vidas tiene, por lo tanto, una consecuencia adicional: salva la economía.
Para motivarnos a actuar en consecuencia con los retos que nos impone la pandemia, aun con los retos económicos, es necesario un liderazgo más inspirador. Un liderazgo menos aritmético, que analice curvas y gráficas en privado, pero que nos motive en público a comportarnos como hermanos. Un líder que nos deje claro que la soledad de hoy es el encuentro de mañana.
No es un secreto, el árido lenguaje de los políticos no inspira y, lo más triste, ni cuenta se dan. Imaginemos por un segundo que el presidente obligue a sus funcionarios a hablar en un lenguaje cercano e inspirador. El resultado será un ministro de economía evaluando el valor marginal creciente de un abrazo. No faltará un escandalizado viceministro porque la elasticidad de la demanda de un beso nos está llevando a violar la cuarentena.
La vicepresidente lo intentó esta semana, quiso advertirnos los riesgos de la violencia intrafamiliar. Sus palabras, por desgracia para todos, no le llegan a nadie al corazón. Ante nuestros líderes, muchos nos sentimos como un niño de jardín infantil en una clase de biofísica teórica avanzada: perdidos.