Si los humanos no fuésemos tan proclives a la equivocación, a lo mejor nunca aprenderíamos nada.
La vida es casi que una colección de errores: en el amor, en la política, en la familia. Todos los días hemos de errar, pero ese es el único impulso posible para la concreción del aprendizaje. Nuestro tránsito vital es por esencia errático.
Cuenta Homero que un día la Ninfa Tetis para procurar la salud de su amado Aquiles, lo llevó al río Estigia, porque le dijeron que era sagrado y que si lo bañaba en sus aguas sería invencible.
Estando allí lo sumergió por completo, pero tuvo que mantenerlo agarrado de su talón para que no fuera arrastrado.
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Desde allí Aquiles se convirtió en el más famoso luchador, sus batallas cuerpo a cuerpo fueron legendarias y se llegó a considerar un héroe infranqueable; sin embargo un día, Paris que ya se había dado cuenta de que la Nereida omitió sumergir en el río el pie de su hijo, decidió dispararle una flecha a su talón.
Esa fue la única forma de por fin darle muerte. Desde entonces trascendió “el talón de Aquiles” ese que todos tenemos, del que muchos se avergüenzan y a otros simplemente nos alecciona.
Hoy vemos a tantos arrogantes que en su inmadurez intelectual se precian de una supuesta perfección y superioridad moral, de su carencia de errores, imponentes desprecian a sus contradictores.
Humillan al adversario, son seres vergonzantes, pero es muy fácil darse cuenta de que para el caso de ellos, Tetis olvidó bañarlos en el Estigia, y esa omisión es la que nos ha hecho percatar de que el punto más vulnerable que tienen aquellos que se autoproclaman infalibles no es precisamente su talón sino su cerebro y para derrotarlos hoy ya no es necesario ser arquero. Es más que suficiente herirles con el flechazo del argumento.