Con razón, al pie del cadalso, la heroína Policarpa increpaba a los santafereños: “¡Pueblo indolente! ¡Cuán diversa sería vuestra suerte si conocieseis el precio de la libertad!”, palabras vigentes hoy para todos los colombianos cuando, después de dos siglos de independencia, la mayoría del pueblo vive en la pobreza y la miseria, física y mentalmente, felices de ser gobernados por gamonales impositivos, gritones, pisoteadores de las más elementales normas de convivencia humana, corruptos, mentirosos, sometidos a la voluntad de las metrópolis y las multinacionales; felices de ser manejados por una casta hegemónica, a la cual solo le importa acrecentar sus privilegios.
Son inexplicables nuestras características congénitas: pasividad, indiferencia, pusilanimidad, servilismo y desmemoria. Este es un pueblo que se emputa cuando reconoce que ha sido agredido, se alborota por un rato, pero al día siguiente olvida y sigue como si nada hubiese ocurrido. Así sucedió cuando fueron asesinados varios candidatos presidenciales de origen popular, ajenos a la casta gobernante: Rafael Uribe U., Gaitán, Pardo Leal, Jaramillo Ossa, Pizarro. Y si no le importó la vida de estos líderes, menos la de sus copartidarios de menor rango.
Debido a las injusticias sociales y a la antidemocracia institucional un grupo importante de compatriotas se levantó en armas, combatió contra el Estado durante más de medio siglo, negoció con el Gobierno su desarme definitivo a cambio de unas reformas fundamentales que ampliaran la democracia y redujeran las desigualdades sociales. Sin embargo, el Gobierno cobarde ha incumplido la mayor parte de lo acordado con los insurrectos. Otra frustración para los de abajo y otro triunfo para los de arriba.
Estamos en presencia de un Estado corrupto hasta los tuétanos, en sus tres poderes, desde la cúpula hasta la base. Como si el objetivo fuera enriquecerse a costillas de los dineros del erario, propiedad de todos nosotros, o recurriendo a todo tipo de patrañas, favoreciendo a los delincuentes y castigando a los inocentes, pasándose por la galleta la Constitución, las leyes y lo que sea, como los contratos leoninos para atracar al Estado y recibir mermeladas. Magistrados, generales, ministros, congresistas, gobernadores, alcaldes, diputados, concejales, policía y militares hacen parte de esa mafia putrefacta.
Recordemos algunos casos curiosos: nuestra deuda externa asciende a $427 billones, más de 8.6 millones por cada colombiano. Los hospitales y ferreterías venden raciones alimenticias escolares a precios astronómicos, es decir, se roban el dinero y los niños mueren de hambre; los puestos se ganan por herencia, por amiguismos o comprados, rara vez por méritos; somos el segundo país más desigual socialmente de América y el 7º en el mundo; más del 60% de la población colombiana es pobre o miserable; la salud es de pésima calidad, las EPS solo sirven para robar; no hay tierra para los pequeños y medianos campesinos, pues están acaparadas por terratenientes y multinacionales; producimos petróleo pero pagamos la gasolina, el gas y los peajes más caros del mundo; la tasa de desempleo casi siempre superan el 10%; se asesina por un celular; se cuentan por centenares los líderes sociales y defensores de derechos humanos asesinados y ostentamos una de las más altas tasas de homicidios a nivel mundial. La inseguridad cunde a lo largo y ancho del país y hay muchos que creen que esta lacra se combate efectivamente mediante oraciones a dios, a la vírgen y a los santos. Y para colmo del cinismo, ocupamos los primeros lugares entre los países más felices. Lo peor es que ante semejante panorama permanecemos impávidos, inmóviles, resignados, lamentos y nada más.
El pueblo, mayoritariamente, se limita a renegar, a maldecir, a hijueputiar y a quejarse, pero muy pocas personas están decididas a derrotar el sistema capitalista, el medio más propicio para la prosperidad de la corrupción; continúa del lado de sus sádicos caciques, los defiende, los espera, les recoge firmas y aguarda hasta que lleguen las elecciones para ir a darles el voto a cambio de un tamal y los 10 o 20 mil pesitos. En esta rutina llevamos 200 años y parece que vamos para otros 200.
Un pueblo que nunca han conocido más interpretaciones filosóficas que el idealismo, ignorando el materialismo y el ateísmo, que ignora cómo se enriquecen los explotadores capitalistas mientras se empobrecen los trabajadores, que no sabe en qué consiste la lucha de clases, ¿cómo va a comprender este mundo? Si las iglesias crecen cada día en miles de fieles que desconocen la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ¿cómo van a entender cómo se respeta el pluralismo ideológico y político? Si todo mundo vive pendiente de los noticieros mediáticos y estos no informan sino lo conveniente para sus dueños, como vamos a conocer la verdad sobre los hechos?
Con tan alto grado de ignorancia popular es imposible esperar cambios estructurales en la sociedad colombiana.