Dos imágenes contrastantes se robaron mi atención esta mañana: la primera, desgarradora, frustrante pero ejemplar a la vez; una señora, de semblante fatigado e insatisfecho, pero con una actitud activa, conducía bajo el implacable y exacerbado sol del mediodía un triciclo con un sistema de manejo obstinado y difícil de accionar (al menos para la condición física de la señora) con una carga de lo que, a primera y rápida vista, parecían entre 20 y 30 barriletes, y otras cosas comercializables que no alcancé a percibir. Se dirigía a la concurridísima Avenida Circunvalar en la ciudad de Montería. Una, al parecer, de las tantas madres de familia cabeza de familia ya entrada en edad madura (tenía alrededor de 50 o 55) que no encuentran dónde ni con quien dejar a sus hijos, por lo que se ven en la obligada circunstancia de llevarlos a su lugar de trabajo. El niño, de unos 7 años, iba suspendido sobre la base metálica del vehículo, asido de la dirección e intensificando el peso de la carga que los pies fortalecidos de su madre debían mover.
Casi en la agonía del mes de enero – un mes aburrido y donde muchas veces nos damos cuenta que las promesas de cambio y progreso echas en diciembre pasado no serán más que eso, promesas y deseos – la gente del común avizora el inicio de Febrero (un mes no menos tedioso que enero), en el que, a mediados, se realiza un evento tradicionalmente reciente pero que se ha popularizado en los barrios del sur con gran efervescencia y bastante aceptación: el Festival del barrilete, organizado por varias emisoras locales y auspiciado por algunas empresas cordobesas. Personas como esta señora aprovechan el momento precedente a este y otros tantos eventos anuales o periódicos, para “rebuscarse” de algún modo un dinero que para ellos no es extra, sino más necesario que justo, pues están desprovistas de un trabajo y, consecuentemente, de un salario fijo.
La otra imagen, como ya resalté al inicio, choca de manera abrupta y tajante con la anterior. Existen puntos medios entre ambas, sin embargo no los tendré en cuenta, pues la idea es contrastar los dos polos opuestos, los dos extremos de la condición socioeconómica de las personas: la clase baja o trabajadora – que poco o nada cuenta con trabajo – y la clase alta, que tiene grandes e innumerables oportunidades, pero no tiene clase.
De manera soslayada reseñaré la segunda imagen: padres ricos que salen de sus buenos trabajos al medio día a buscar en sus carros lujosos y aclimatados a sus hijos ricos, blancos y simpatiquísimos, que acaban de salir de sus colegios privados.
El caso rebasa la mera superficialidad. Va más allá de la polarización económica de la sociedad en clases cada día más disidentes unas de otra. El problema no es la imagen sino lo que ellas simbolizan, es decir, los problemas y significados sociales, económicos y culturales que subyacen a estas. Dichos problemas se traducen en un solo fenómeno socioeconómico arraigado dentro de nuestra sociedad, nuestro país y gran parte del territorio latinoamericano: El Sistema Económico Capitalista y la mundialización del mercado que se deriva de este.
Aunque aún no tengo la convicción, siempre he creído que Colombia es un país democrático, un estado de derecho, un territorio donde los ciudadanos tienen oportunidades e igualdad de condiciones, una nación pluralista. Lo es, claro, pero solo en el papel, en la Constitución y en la boca de nuestros dirigentes y servidores públicos. Puede que en una parte de la sociedad colombiana sí se presente esa realidad, pero no podemos confundir esa pequeña porción, esa reducida taza de equidad, igualdad, respeto, imparcialidad legal, etc., con una verdadera democracia.
No me considero un erudito en estos temas sociales y políticos, tampoco pretendo serlo. Pero no tengo que ser el C. Auguste Dupin de las ciencias sociales y la filosofía de Aristóteles para entender ciertas nociones básicas de lo que es una verdadera sociedad abierta y democrática.
Bastaría con observar las dos imágenes o escenas detalladas al principio para comprobar que en Colombia no existe una verdadera democracia. Bueno, a no ser que el termino se haya vanalizado y rebajado su carga semántica con el tiempo, como suele ocurrir con todo (por eso tantos novelistas superfluos estéticamente sobresalen con novelas light, o literatura esnob, que llegan a ser, sin discusión, lo que se conoce en el mundo del mercado como best seller) y signifique, en la actualidad, que unos sí puedan pagar educación de calidad a sus hijos para que estos gobiernen el país con sus carreras de derecho, economía y ciencias políticas, finanzas, mientras los hijos de muchos reciban una educación limitada, y sean los subordinados de los primeros con sus carreras de licenciatura, y sus cursos técnicos de sistemas, enfermería, mecánica, electrónica, etc., confinados de por vida a conformarse con el injustificado aumento anual de 4,3 por ciento del salario mínimo.
Ahora bien, Colombia, como se arguye en su carta magna, es un país democrático, en la medida en que la ley otorga las libertades y derechos necesarios para que sus conciudadanos convivan en igualdad de condiciones, tanto a nivel educativo, económico, social, religioso y cultural. Pero esto no obsta para que muchos líderes políticos (gobernadores, alcaldes, congresistas, magistrados, ministros, asesores presidenciales…) y parte de las fuerzas públicas y militares, ansiosos de poder económico y político, corroan las normas constitucionales y atenten contra los recursos del pueblo y vulneren los derechos de la población civil. Para ilustrar bien esta situación, sobra con recordar el escándalo de los falsos positivos; huella indeleble de la exacerbación administrativa del mandato de Álvaro Uribe.
Seamos realistas; en Colombia a nadie le interesa que los pobres dejen de ser pobres ni que exista una verdadera sociedad democrática. Por eso nos educan con un pobre sistema educativo que se mueve al margen de unos objetivos y unos propósitos socioculturales con base en los cuales fue diseñado. Y lo peor es que nos conformamos con la educación que recibimos ¡como es gratis!
Pero claro, ¡¡cómo no se me había ocurrido antes!! Uno de los tantos objetivos que obvia el sistema educativo que nos forma a nosotros los pobres, es el de, perdonen la redundancia, formar a ciudadanos con un pensamiento crítico y reflexivo. Pero ¿Por qué le interesaría a nuestra ministra de educación y a nuestro presidente y congresistas, etc., que se formen seres con un saber y un saber hacer, y que, además, sean críticos? ¿No sería eso un suicidio político?
Si en Colombia la mayoría de los jóvenes y adultos fueran seres con un pensamiento crítico y reflexivo y basaran sus prácticas en la razón, estoy seguro que no habría corruptos en el senado ni dictadores en los ministerios. Pero Colombia carece de crítica y lo peor es que los pocos pensadores e intelectuales que le confieren una lectura reflexiva, imparcial y hermenéutica a nuestro ambiente económico y político son ignorados por el pueblo. Así como somos pobres de la razón y la lógica, tenemos una memoria a corto plazo; por eso no es de extrañar que Uribe haya ganado una curul en el senado y que casi retome la copresidencia con el Centro Democrático.
Los políticos de hoy se alimentan de la visión poco crítica y hasta ignorante del pueblo. Me atrevería a apostar que ninguno de los senadores y representantes actuales ocuparían una curul en el congreso de la Republica si todos nosotros decidiéramos y reflexionáramos antes de votar.