Supe de él en la campaña preelectoral a las elecciones del año 2002, cuando se presentó en un auditorio de mi ciudad. Recuerdo que le escuché decir que fumigaría a la guerrilla y que el poder es para poder. No me gustaron sus planteamientos, porque comparto aquellas enseñanzas recibidas que me decían que para silenciar los fusiles paralelamente se debían hacer cambios estructurales en el país, básicamente en cuanto a desarrollo social. De eso no nada dijo entonces y nada dice ahora.
A partir de allí, del 2002, muchos quedaron enganchados a sus teorías violentas y superfluas, a su imagen de sacristán de pueblo. Ésta gente nunca se cansó de oírle decir lo mismo una y otra vez, de su misma retórica barata, de sus violentas barbaridades. Se niegan a entender que la vida cambió, que las dinámicas sociales variaron, que lo que fue importante en un momento ya no lo es y que por lo mismo el ciclo debe cerrarse.
Constantemente me pregunto: ¿por qué para quienes no derivan ningún provecho de tal personaje le es tan difícil desapegarse, soltarse, dejarlo ir? ¿Por qué si son personas moralmente correctas les ha resbalado la yidispolítica, las alianzas narcoparamilitares, los falsos positivos, las chuzadas del Das, la corrupción, los crímenes de Estado, el crecimiento exponencial de la pobreza, la violencia y la exclusión social? ¿Por qué no se dan cuenta del daño que éste eterno le hace al país y de lo caro que nos ha tocado pagar tan irracional apego?
Tal vez, la única respuesta que encuentro es que Colombia es pasión. No es entendimiento, no es razón, no es conciencia y mucho menos es paz.