A comienzos de esta semana se cumplió el tercer encuentro entre dirigentes del partido Farc y los representantes de 30 de las familias que resultaron víctimas del atentado al club El Nogal hace 15 años. La prensa registró la reunión, sin poder ocultar el carácter profundamente humano de ella, caracterizada por hondos sentimientos compartidos de dolor, reconciliación y perdón.
Resultan conmovedoras en su grandeza de alma, las declaraciones de varios representantes de las víctimas, quienes reconocen y agradecen el gesto de los antiguos jefes guerrilleros. Para ellos, que sintieron en lo más íntimo de su ser, incluso en sus cuerpos, las heridas de tan terrible hecho, conocer la verdad se ha convertido en una auténtica sanación.
Por eso reclaman la parte de ella que corresponde al gobierno de la época y los grupos paramilitares. Sienten y saben que la Farc ha dado todo lo suyo. Han podido conversar, intercambiar, comprender las razones de los otros. Y contra cualquier manifestación de odio y retaliación, han otorgado libre y espontáneamente su perdón.
No faltan los que tachan el encuentro de representación teatral y síndrome de cualquier cosa. Nuestro país es tristemente así. Existen grupos y personas que no pueden entender caminos distintos a los del envenenamiento y la matanza. Cada vez que hablan o escriben destilan un mismo propósito, escandalizar, incendiar, sembrar y alimentar cizaña.
Más que rechazo, creo que las permanentes incitaciones a la venganza y al empleo de la fuerza bruta, generan en Colombia una verdadera repugnancia entre cada vez un mayor número de sus habitantes. Ya no se solo entre la izquierda con sus clásicas admoniciones de paz, no. Es que los discursos de la extrema derecha, en cualquiera de sus variantes, despiden olor de inmundicia.
Y obviamente asquean a un creciente porcentaje de compatriotas. Es cierto que existe el fundamentalismo más grotesco. Basta con oír por ejemplo al señor Ordóñez o leer o José Obdulio. Cualquiera que expresa en un tuit o un estado sus afectos por la reconciliación, es objeto inmediato de los más bajos improperios. Hay quienes gozan con vilipendiar, amenazar, insultar.
Quienes se sienten importantes durante un minuto, porque han conseguido inventar la más sucia calumnia o crear la más despreciable de las frases. Uno se pregunta cómo serán en su vida personal y social tales individuos. Fácilmente comprende que personajes así no pueden concitar el afecto ni la solidaridad general, por más ruidosos que sean. Van camino a la derrota.
Hay límites que una sociedad, por más afectada que se encuentre por el consumismo y la enajenación mediática, no admite que se crucen. La sensatez y el sentido común juegan al final un papel determinante. Al fin y al cabo todos tenemos hijos e hijas, madres, hermanos, vecinos, amores. No podemos conducirlos al caos por obra de nuestra locura.
Paradójicamente, los más agresivos, los más hostiles a cualquier forma de entendimiento, los que solo ven en la violencia el camino, los pregoneros de la insidia y el apedreamiento, los más proclives al linchamiento de sus adversarios, son quienes más condimentan su discurso con el miedo al caos que nacería del acceso de los pacifistas al gobierno y el poder.
Los que solo ven en la violenccia el camino,
son quienes condimentan su discurso con el miedo al caos
que nacería del acceso de los pacifistas al gobierno y el poder
Con independencia de las situaciones económicas, sociales o políticas en que se debaten sociedades como Cuba o Venezuela, resulta de la mayor importancia volver los ojos al caos en que se debate la sociedad colombiana hoy, con los asesinatos y la persecución política, los grados de la corrupción, el poder de las mafias y las carencias soportadas por las grandes mayorías.
Además del peligroso nivel de la violencia en sus más diversas manifestaciones. Hay delincuencia desatada, inseguridad, bandas de todo orden, a lo que se quiere añadir hoy la trifulca y el enfrentamiento por razones políticas. Y lo que resulta más desafortunado en la hora, el empecinamiento en sus ataques y atentados por los residuos de insurgencia que persisten.
La sociedad colombiana se encuentra hastiada de los recursos cruentos, detesta sobremanera los espectáculos de sangre, los atentados que no conducen a nada, el miedo insertado en las poblaciones amenazadas. Nadie que se dedique a eso conseguirá su cariño, por más que en su confusión mental lo crea y predique. Lo único que suma hoy es la búsqueda de la paz.
Por eso mismo pierden su tiempo los fanáticos que a nombre de unas supuestas Farc, que solo existen en sus cabezas delirantes, difunden por las redes nuevos llamados a la guerra, fundándose en las más ridículas imputaciones. Su lenguaje de medio siglo atrás no concita más que lástima. Quien sea el que los inspira y aúpa, solo demuestra una ceguera y una demencia absolutas.
Estamos con la Colombia que sueña un camino distinto al rencor y la retaliación. Esa Colombia que envía clamores crecientes de esperanza, que avanza sonriente contra la inquina y el terror.