La sociedad colombiana tiene una increíble disposición de intercambiar una pasmosa y estoica pasividad por una férvida pero momentánea ebullición de alegría o descontento, además de un continuo transitar entre el caos y el conformismo.
Tratar de explicar en pocas líneas esta particular forma de ser del colombiano promedio tomaría, y ya ha tomado, miles y miles de párrafos, emprendidos por científicos del comportamiento humano. Aún hoy, en pleno siglo XXI, todavía causa asombro entre quienes no son colombianos o no han residido un buen tiempo en este territorio, e incluso entre algunos pocos que disfrutamos del honor de haber nacido y vivido aquí, las actitudes o reacciones que asume esta exótica sociedad frente a eventos, posiciones o actitudes que en otras latitudes tendrían otro tipo de respuesta social, asumida esta de manera generalizada.
Para empezar a echarle un vistazo a esta particularidad colombiana hay que hacer un muy breve repaso de dos o tres eventos recientes para poner de manifiesto esta singular forma de ser y asumir la realidad. En primer lugar, la decisión mayoritaria de decirle que no a un acuerdo de paz con la hasta ese entonces guerrilla más vieja del mundo, después de un largo esfuerzo, con esperanzador y entusiasta acompañamiento de una buena parte de la sociedad nacional e internacional y un premio Nobel. En concordancia con esta extraña actitud de rechazo a la reconciliación nacional, estas mismas mayorías también decidieron elegir como presidente de Colombia al representante del grupo político que en plena campaña electoral afirmaba que iba a volver trizas el recién firmado acuerdo de paz.
En segundo lugar, durante muchos años Colombia ha ocupado los primeros puestos en el vergonzoso escalafón de países con altos índices de corrupción. Ante esta deshonrosa reputación y frente a las terribles consecuencias que este mal acarrea en un país en vías de desarrollo como lo es Colombia, en varias ocasiones se han promovido intentos de emprender acciones jurídicas y legislativas para enfrentar este terrible mal. El más reciente intento, una consulta anticorrupción, acompañada alegremente por un muy buen número de colombianos y con la que se esperaba avanzar sin mayores inconvenientes, fue un estrepitoso y triste fracaso. La exaltada sociedad no respondió.
Ya en otros escenarios, es llamativo constatar cómo la sociedad colombiana, en su gran mayoría, expresa su conmovedora solidaridad con otras personas y sociedades de más allá de las fronteras patrias, sobre todo a través de las redes sociales, cuando estas han sido víctimas de exclusión, racismo, desapariciones, atentados y asesinatos. La sociedad colombiana fue: Charlie Hebdo, Ayotzinapa, Malala, la Capilla de Notre Dame, Floyd y las Torres Gemelas, pero increíblemente no ha querido saber sobre los feminicidios, las violaciones del ejército norteamericano y colombiano, o Dylan, Anderson y Duván.
Aunque no tan claramente estos ejemplos muestran cómo la sociedad colombiana se debate entre un conformismo endémico y el caos protagonizado por las multitudes, en circunstancias bien disímiles, como el levantamiento comunero en el siglo XVIII, los hechos del bogotazo en 1948, los triunfos en algunos eventos deportivo de renombre mundial o el primer día sin IVA en medio de la pandemia del 2020.
El origen del habitual conformismo del colombiano del común se podría ubicar en ese largo período histórico en el que la contrarreforma católica le apostó por la imposición violenta en Colombia, tanto del estoicismo como ideología hegemónica, como la de un esquema patriarcal de estrictas jerarquías, en las que el poder de las cúpulas eclesiales y monárquicas era ejercido con extrema saña a fin de lograr imponer una forma de cultura (la europea) por encima de las díscolas culturas ancestrales, tanto americanas como africanas.
Este proceso de formación de la llamada cultura del conformismo, en el que las minorías al mando subyugaron a las mayorías a través del poder político administrativo y el poder de la excomunión y la inquisición, continuó ya no en formas tan directas, pero sí a través de otros sutiles e igualmente violentos métodos de dominación, ejercidos hasta hoy día por las nuevas élites en el poder, conformadas por los criollos terratenientes, los militares, la iglesia y la clase política tradicionalista, que ha sabido sacar partido de este conformismo social que se expresa actualmente en la fanatización y la radicalización de sus clientelas electorales, que les perdonan sus desafueros y su ineficiencia, eligiéndolos una y otra vez.
En el otro extremo está la virulencia con la que el ciudadano de a pie señala las fallas del sistema, las embarradas del personaje público o el gazapo del famoso. Este mismo ciudadano reclama públicamente el cumplimiento exegético de la norma por parte del otro, pero hace todo lo posible para eludir la norma y una vez puesto en evidencia la emprende en contra del agente público que lo reprende, llegando a situaciones tan disparatadas, como aquellas en las que, luego de exigir la presencia de la fuerza pública para hacer cumplir las normas de la cuarentena inteligente, se le recibe en asonada porque en la redada cayeron los familiares de quien los llamó, todo a imagen y semejanza de una clase dirigente que hace mofa del ordenamiento jurídico y de las mínimas normas de moralidad pública.
Este aparente bipolarismo comunitario responde a una carga centenaria de culpa, vergüenza, sometimiento y resignación, traducidas en el permanente conformismo colombiano, caricaturizado por Andrés Caicedo en su novela Que viva la música, cuando proféticamente definía la música que él llamaba paisa como la del “sufrir me tocó a mí en esta vida”, que de alguna manera refleja ese neo-estoicismo del colombiano de a pie, quien únicamente cree que su salvación se encuentra en el más allá, a la diestra de dios padre, porque en los políticos que cada cuatro años reelige directamente o en cuerpo ajeno ya no se puede confiar.