Colombia en su laberinto

Colombia en su laberinto

Por: Marco M. Sarmiento
enero 21, 2014
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Si alguien se inventara una historia como la destitución de Gustavo Petro se le tildaría de delirante y seguramente el escrito se desecharía por enrevesado, absurdo, traído de los cabellos, tan retorcido que resulta artificioso, sin un ápice de realidad.

Imagínense.

Destitución e inhabilidad por 15 años del alcalde de Bogotá por la Procuraduría, movilización populista, amenaza de intervención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, suspensión del fallo por cuenta de una acción de tutela que contraría la Constitución y la jurisprudencia, indagación preliminar en la fiscalía por la posible comisión de un delito al proferirse el fallo, negativa del Procurador a interrumpir la ejecutoria de su providencia, amigos y enemigos unidos en contra de la decisión administrativa, recusación del juez de tutela por los nexos de su esposa con la alcaldía, nueva tutela que está de acuerdo con el fallo, ochocientas más que esperan turno…

Sí, la historia es absurda pero real y lo peor del cuento es que una ciudad, la más importante del país, está en el limbo, sin un gobierno que enfrente sus múltiples problemas, asfixiada por el caos vehicular, con su red hospitalaria en crisis, el panorama educativo entrabado por la falta de ejecución, los proyectos de vivienda sufriendo un atraso considerable, todo enmarcado dentro de un populismo trasnochado que promete ríos de leche y miel, pero que al final apenas muestra un mísero arroyo contaminado de ineptitud.

Varios períodos de buenas alcaldías echados por la borda, desde Jaime Castro que le corrigió el rumbo fiscal, Mockus que en sus dos períodos convirtió el caos y el desmedro en cultura ciudadana y Peñalosa que la avizoró como una urbe moderna de amplios espacios y transporte eficiente, incluso, Lucho Garzón, que luchó por volverla incluyente y se dedicó a los más necesitados. Pero luego llegó la politiquería, que se presumía desterrada, y bajo el ropaje de un nuevo partido que se enfrentaba a las viejas mañas corruptas, se robó la ciudad, feriando sus recursos y desarmando una década de progreso y buenos manejos de los recursos públicos.

Por eso llegó Petro al palacio Liévano. El líder contra la corrupción, el que destapó la parapolítica y la olla podrida de los Moreno en Bogotá pese a ser de su propio partido, era la mejor carta para devolverle su esplendor, limpiando la alcantarilla. Pero nadie contaba con su incapacidad para gobernar. Un excelente fiscal de los recursos públicos, un parlamentario brillante e incorruptible, resultó ser un pésimo administrador. Soberbio, autoritario, errático y populista, se creyó un mesías y en su afán por imponer sus ideas pasó por encima de la ley, echando por la borda buenas ideas que habrían podido mejorarle la cara a Bogotá y dejando otras a la deriva como la apuesta ambiental y la inclusión de la población vulnerable.

Imagínense la recolección de basuras de una ciudad de ocho millones de habitantes, sin carros recolectores, sin una empresa especializada, sin rutas, empleados, horarios, zonificación… A esto le apostó Petro con el consiguiente caos, improvisando volquetas, alquilando viejos camiones, importando nuevos que hoy se arruman en los lotes distritales porque necesitan para funcionar un combustible que no se produce en el país. Un solo botón de muestra, para no hablar de la imposición de un Plan de Ordenamiento Territorial a la brava, de unos planes educativos carentes de planificación, cumpliendo su máxima de primero impongo y después estudio el problema, por eso la red hospitalaria sigue postrada, la vivienda atascada, el sistema integral de transporte que debía funcionar a plenitud en abril de este año, apenas con un 30% de cubrimiento. Buenas intenciones, pero malas ejecuciones.

Alejandro Ordóñez, un fundamentalista de derecha, igual de ortodoxo y soberbio, abusando de los poderes que le otorga la Constitución, aprovechó el desmadre y de un plumazo quiso mandarlo al infierno. Como el propio Petro, no calculó las consecuencias y, para su sorpresa, su desproporcionado fallo se volvió en su contra, convirtiendo en víctima y héroe a un alcalde inepto, y a la Procuraduría en una enemiga del país que debe ser desmontada -dicen los indignados-, poniéndole de nuevo el bozal del pasado para que regrese a ser la invitada de piedra ante el festín de la corrupción.

¿Populismo o fundamentalismo? La vieja izquierda dogmática o la vieja derecha camandulera y medieval, ambas excluyentes, ambas maniqueas, ambas pobladas de dogmas, caudillos e intolerancia, ¿es entre lo que debemos escoger? ¿No hay otra salida que estos dos extremos políticos que al final se tocan, dinosaurios que deberían reposar en los libros de historia, pero que en la anacrónica Colombia, remedo de una región que se niega a abandonar el pasado, aún viven en la oscuridad de sus cavernas? Religión o ateísmo, neoliberalismo o estatización, las sotanas inquisitoriales contra los bolcheviques criollos, Ordóñez y Petro, tan cercanos en el abecedario como en sus trasnochadas ideologías, autoritarias y absurdas, ¿es nuestra mejor apuesta?

El presidente Santos avizora un nuevo país, lucha por sacarlo del siglo XIX, pero el viejo se resiste, pone palos en la rueda de la historia, se niega a extinguirse. Por eso los cambios sociales son lentos y tortuosos, pero la buena noticia es que, a pesar de todo, se están dando los primeros pasos de un largo camino hacia una sociedad moderna, tolerante e incluyente… a pesar de los Petros, los Ordóñez y por supuesto, los Uribes, los Gerleines, las castas agrarias de uno u otro bando, la añosa izquierda que se quedó sembrada en los viejos dogmas del marxismo-leninismo y la derecha racista que lleva marcada en sus genes la “Tradición, familia y propiedad” de siglos pasados, absurdos anacronismos que parecen un chiste, pero son una amarga realidad.

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