Por ley en Colombia la pena de muerte no existe. Sin embargo, por costumbre sí. Las ejecuciones extrajudiciales se han convertido en el medio más expedito para eliminar las formas contrarias de pensamiento, evitando las controversias de los seres humano que se niegan a doblar su voluntad ante las imposiciones irracionales de quien ostenta poder y armas. Se trata entonces de la más absoluta carencia de tolerancia para aceptar nuestras diferencias de ideología y accionar, sumado al engrandecimiento nefasto de la impaciencia y mediocridad ante un justo debate de ideas.
El único ser del planeta capaz de exterminar a los de su propia raza es el humano. Desplaza, asesina, descuartiza, aterroriza, viola, somete y engaña, todo bajo el ridículo postulado de una seguridad que hace apología al crimen organizado y mafioso de este país. Impávidos hemos escuchamos los testimonios de los delincuentes que hoy se escudan en un sistema remendado de justicia para legalizar sus crímenes, de cómo en reiterados casos las cabezas desmembradas del desafortunado conciudadano de turno fueron objeto principal de un partido de fútbol entre sus asesinos. Somos testigos mudos de las tendencias necrófilas de quienes embriagados por el brebaje de un arma, bajo el torturante auspicio del Gobierno de turno, impone sus ideas de desesperanza y desolación. La imposición de ideas se hace a través de la fuerza y no de la razón. Resultan más convincentes las balas que el diálogo.
Nuestros muertos se han convertido en trofeos de guerra y datos consolidados del Dane. Es tanta la violencia entre nosotros que nos hemos acostumbrado a vivir con ella, a evitarla, a guardar un silencio cómplice de las matanzas. Nos resignamos al destino que los violentos nos han construido. Solo somos cifras del noticiero del mediodía.
Pero, ¿qué podemos hacer los colombianos de a pie para poder acabar con este bochornoso espectáculo? Se requiere de volver a creer en nosotros, de construir una patria donde todos, pobres y ricos, negros y blancos, indígenas e indigentes, tengamos un espacio de participación, reconciliación y de perdón.
Necesitamos de gobiernos que incentiven el amor entre nosotros y no el odio, de congresistas que no vendan a los intereses del capital transnacional. Se trata de educar a nuestros hermanos, de cambiar un fusil por comida, de salir a las calles para protestar por los atropellos cometidos a la población menos favorecida, de reducir la brecha existente en los pobres y ricos. De hablar menos y hacer más.
¡La costumbre de la muerte nos ha convertido en entes insensibles, de escuálidos planteamientos, mediocres, estúpidos! Nuestras ideas no pueden hacernos presa fácil del delirio de poder de algunos pocos. La pena de muerte en Colombia sí existe