Colombia, el país del no futuro

Colombia, el país del no futuro

A la violencia se suma la precarización del trabajo, las pocas salidas laborales y la presión de ser la generación más formada pero con menos oportunidades

Por: Fredy Alexánder Chaverra Colorado
agosto 25, 2020
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Colombia, el país del no futuro
Campo Elías Benavides, el más joven de las víctimas de la masacre de Samaniego, era conocido en el pueblo como Campito y destacaba en su comunidad por su activismo social. A finales de 2019, al calor de las movilizaciones ciudadanas más importantes en la historia reciente del país, Campito recorrió el olvidado poblado nariñense con un cartel que decía: “Duque, no me mates que me quiero graduar”. Con solo 17 años y a punto de terminar el bachillerato, los sueños del joven eran simples promesas al destino: estudiar y salir adelante.
Anhelos que en su sencillez encierran los deseos de miles de jóvenes colombianos que, alejados de las dinámicas de la violencia y la criminalidad, solo buscan las oportunidades suficientes en un país que históricamente se las ha negado. Tal vez fue el pánico a la inminencia de la muerte o esas ansias desesperadas e inexplicables por vivir lo que lo motivó a huir ante el acecho de los asesinos; cuervos de la muerte que cegaron su vida y acabaron sus sueños en una noche que pesara en el tiempo como una de las más infames en la historia del país.
Campito es un joven que en su corto trasegar existencial vivió la tragedia a la cual asiste toda una generación de jóvenes colombianos. Su historia es la síntesis de una vida que reclama por vivir en medio de la más sórdida agudización del conflicto armado; la indiferencia de un gobierno cómplice y una sociedad que, en su conjunto, ha naturalizado una terrible cultura de la violencia. Las décadas de sangre y sufrimiento han erosionado cualquier capacidad de empatía social y derivado en una espiral de normalización de la barbarie.
Ante un hecho que enluta a una generación que se resiste a la guerra, el presidente Duque, quien en campaña presidencial se ufanó de ser el candidato más joven, solo atinó a reducir el tema a la cuestión meramente semántica de “cómo se dice” en un frívolo cuadro comparativo. Su poca empatía es reflejo de la insensibilidad de un hijo del privilegio que no conoce el corazón y la realidad humana del país que está gobernando. Mucho nos ha costado la división que en 2018 permitió el retorno del uribismo al poder.
Tras vivir la esperanza de un proceso de paz que activó la movilización social y acercó a millones de jóvenes a la posibilidad de pensar un país diferente, ahora, la radiografía de una guerra reciclada vuelve a ocupar los titulares y las preocupaciones cotidianas; las masacres, los desplazamiento y la desaparición forzada no son categorías en desuso o el recuerdo de un pasado trágico, son la realidad tangible de una generación que tiene la responsabilidad de evitar que el país siga cayendo por el desbarrancadero y que a la vez deberá afrontar su peor crisis social y económica.
A las preocupaciones por un país que se despedaza por la violencia, se suma la precarización del trabajo; las pocas salidas laborales de cientos de carreras; la presión de ser la generación “más formada” y con menos oportunidades de desarrollar un proyecto de vida a la usanza de los hombres y mujeres de antaño. Vuelven las ideas de partir, salir corriendo, alejarse de un país donde el privilegio es la oportunidad y el no futuro la norma. El país del no futuro de cual Campito no pudo huir.
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