Además, le brinda un honor insolente que el susodicho llevará con la frente en alto en sus próximos crímenes, y esa sangre también manchará nuestra alma, dejando huella, un rastro que nos reclamará desde el fondo del corazón. Como país hemos cerrado libertades con nuestro voto, teníamos el poder de cambiar la historia, pero algunas mentes se pusieron en blanco, dándole una medalla de oro al conformismo, y el cruzarse de brazos se volvió una tendencia “decente” de un candidato que ahora, hoy por hoy, deja mucho que desear y muy poco que esperar. Promovía la educación e ignoraba que la misma, comienza con el pilar central de dar ejemplo, y él, sabiendo la repercusión de su decisión, entregó el peor de todos y aquí las pruebas.
Creamos un club de ignorancia legítimo y magistralmente organizado, que nunca se da el lujo de desvariar; aunque nuestras redes sociales muestren una unión ficticia, que en la gran mayoría de los casos, no son más que las hélices de una doble moral cóncava y permeable, que revela las dos caras de una misma moneda: odio por odio, diente por diente, muerte por vida. Nos indignamos ante las muertes que son noticia, pero en nuestra cultura está el desearle la muerte al que falla una pena máxima en una competencia mundial, en un deporte en el que la suerte tiene todo que ver; eso sí nos da rabia, eso sí que nos denigra como nación; nos hacen daño y pasamos las noches en vela planeando nuestras hazañas vengativas, rumiando nuestras heridas para demostrarle al otro: ¡Usted no sabe quién soy yo!... Para cambiar como país tenemos que cambiar como personas, el engranaje se repara de adentro hacia afuera, nunca al contrario, y la patria ante todo, siempre ha sido un símbolo del espíritu. El vecino envenena al perro del frente porque hace demasiado ruido en las noches. El papá le dice al hijo que no se la deje montar en la escuela, que antes de ir con los maestros, descalabre de un golpe al abusivo y que así se le quitará la bobada. Estamos más cerca de ser violentados por un compañero de trabajo, que por el Eln. Y acerca de éste fenómeno ya han hablado intelectuales de la talla de Mario Mendoza.
La violencia es el pan nuestro de cada día, y es evidente que alimenta con celo, a los grupos paramilitares que se encargan de organizar esas orgías de sangre en las que se bañan y sonríen, creerán que rejuvenece su causa perdida, creerán que la alienta; han aprovechado los puntos suspensivos que nacen del empalme, para ejecutar a diestra y siniestra a las personas que para ellos son la piedra en el zapato, específicamente, la piedra en los Crocs. Y aunque esa figura política no nos sea agradable, deseándole que hubiese quedado muerto en una caída, no hace más que engrosar sus ideales de miedo, odio y manipulación. Predicamos pero no aplicamos y así tampoco le apostamos al cambio que tanto pedimos.
La muerte siempre ha estado presente en nuestra historia, ocupando el papel protagónico. Parece que se niega rotundamente a entregar el rol estelar a la paz, a la unión y a la vida. Periodistas contemporáneos, han pronosticado que el futuro de las víctimas es convertirse en verdugos de sus muertes solitarias, y en jueces de su propia justicia. Tenemos grabado en la mente, en la memoria, que en éste país la ley sirve para muy poco, y que si te la saltas, serás aplaudido por los muchos. La sangre que ha desfigurado los portales en los últimos días, promete no ser la última, todo señala que reiniciamos un periodo de guerra, de desconsuelo y de frustración, periodo que refuerza una de las emociones más fuertes que puede sentir un ser humano, el miedo.
Las alertas rojas se encienden, la esperanza culmina. Propongo con humildad de ciudadano, que dejemos solo un color en nuestra bandera, ese rojo que tiñe el final de la tela, ese es el que hasta el sol de hoy nos ha dado un significado y se expande, pues nuestro oro ya hace mucho se convirtió en una lata, y nuestro mar ahora es una enorme botella de veneno petrolero, en donde flotan los cadáveres. Borremos las alas triunfantes del cóndor, y en su lugar, dibujemos los huesos pálidos de una calavera. Ni cien años de silencio, ni mucho menos de soledad, borrarán las huellas de ese monstruo patriótico, que devora a todo aquel que sueñe, a todo aquel que construya, aunque sea en silencio, las bases de un mejor país.