Después de las chuzadas, falsos positivos, desfalcos y peculados por los que son investigados altos mandos del Ejército, días antes, con el lanzamiento de un perro desde un segundo piso de una humilde vivienda, estalló la indignación por el comportamiento de soldados rasos, escándalo que llegó a su clímax con la violación de una menor de edad indígena por parte de siete jóvenes uniformados, con las hormonas alborotadas, en límites entre Chocó y Risaralda.
Paralelamente, desde la otra orilla, se conoce el reclutamiento forzoso al que las disidencias de las Farc vienen sometiendo a menores de edad, hombres y mujeres, en el Caquetá, Meta y otros departamentos, apartándolos de su familia y educación, y, al igual que los soldados, preparándolos y endureciéndolos para la guerra… Sí, la guerra, la que por décadas, desde mediados del siglo XX, viene sembrando campos y ciudades del país de masacres, violaciones, desplazamientos, robos de tierras y otras tropelías, que temporalmente les dejaron esperanzas a los campesinos de apartadas regiones afectadas por el conflicto, meses después de la desmovilización de las Farc.
Esa misma que es retroalimentada por los interesados en perpetuarla para arrasar más selvas y apoderarse de miles de hectáreas para sus sembrados ilícitos, narcoganaderías y cultivos agroindustriales, quienes apoyan la prohibición a rajatabla de drogas ilícitas porque les asegura el control camuflado de la producción y el mercadeo, y además les brinda un espumoso colchón financiero (así también les sirva a guerrillas y paramilitares reciclados, algunos trabajando en llave con oficiales, soldados, policías y funcionarios, políticos, comerciantes y empresarios que hacen parte de la cadena de producción, mercadeo, lobby y lavado de dineros, tan en boga en una narcodemocracia, donde varios expresidentes y familiares han estado disimuladamente ligados a la narcoeconomía y a grupos armados irregulares).
El ambiente de guerra violenta que permea campos y ciudades colombianas, desde la época de la violencia que estalló en 1948, con el asesinato de Gaitán, se ha reproducido exponencialmente hasta nuestra época, convirtiendo a la juventud reclutada por las fuerzas armadas del Estado, cárteles del narcotráfico, paramilitares, las diversas guerrillas y bandas armadas delincuenciales en verdaderas máquinas expertas en uso de toda clase de armas convencionales y hechizas y en técnicas de matar, que, en una sociedad sin oportunidades de empleo y marcadamente desigual e inequitativa, en gran parte explica la enorme carga de agresividad, asesinatos e inseguridad que hoy sufrimos los colombianos, especialmente las mujeres azotadas por el machismo, los campesinos, los indígenas, las comunidades negras de apartadas regiones del país y los habitantes de grandes ciudades afectados por oleadas de atracos y muertes violentas.
Hay que recordar el kínder de adolescentes sicarios abandonados por sus padres que Pablo Escobar y sus lugartenientes encontraron en las pandillas juveniles de comunas de Medellín, a quienes adiestraron para cometer magnicidios y atentados que conmovieron al país. Lo mismo hicieron los del cartel de Cali y otras ciudades, donde también eran reclutados para sus bandas expolicías, soldados desmovilizados y exguerrilleros.
Mientras en Colombia continuemos reprimiendo las drogas obedeciendo la imposición de los Estados Unidos y siguiendo ciegamente la agenda amarilla (como la pautada por Bolton, cuando anotó el posible envío de 5000 marines a Colombia —y arrodilladamente el entonces canciller Carlos Holmes García le regaló una caja de agendas—), no dejaremos de ser un país con mucha juventud y gente entrenada para matar, lo cual es muy peligroso. Cuando “ser pillo paga”, tanto para la delincuencia común (que atraca en las calles matando por una bici o celular) como la de cuello blanco (que desde el sector privado y público se confabula para saquear el Estado), la cosa no pinta bien.