Se celebraron hace poco las elecciones de autoridades locales y regionales en las que siempre llevan las de ganar los partidos políticos que sustentan el viejo orden oligárquico. Es mínimo lo que en ellas puede “arañar” la política alternativa a la de las élites. No obstante, los resultados no pudieron detener la caída en picada que trae la favorabilidad del gobierno de Duque en lo que va corrido del año, quien hoy está enfrentado a la preparación de un paro nacional que amenaza dejar en ruinas su gobernabilidad.
El establecimiento político colombiano está integrado por un mosaico de oligarquías regionales, locales y microterritoriales que nunca han sido capaces de consensuar un proyecto nacional que saque a la sociedad colombiana del atraso. Esas oligarquías son localistas por vocación. Ninguno de sus pocos líderes nacionales ha podido unificarlas alrededor de un proyecto de país acorde con la época, con el territorio y con la cultura vigente.
Desde el punto de vista de la política interna y las relaciones territoriales, las elecciones de autoridades municipales y departamentales son determinantes. La estabilidad del poder político en Colombia descansa sobre esos poderes regionales y locales, capturados la mayoría por mafias, redes clientelares y clanes familiares, expertos en las lides electorales, dueños de poderosas maquinarias que normalmente aplastan toda posibilidad de representación a las fuerzas emancipatorias que se atreven a desafiarlas.
No puede pasarse por alto, que si bien existe en auge una macrocorrupción transnacional, los principales factores de violencia y de saqueo al erario público que han afectado al país, el narcotráfico, la parapolítica, los grupos armados y las economías ilegales, han tomado fuerza a partir de expresiones locales.
La competencia de las fuerzas alternativas con las del statu quo es mucho más desigual en las elecciones de autoridades locales, pues en estos contextos, la política se hace con muchas menos exigencias intelectuales y programáticas. A cada facción le basta movilizar una clientela basada en ofrecimientos reales o ficticios, agitar la bandera de las tradiciones, muchas veces envueltas en resentimientos o en temores, y si lo anterior es insuficiente, se acude al constreñimiento, la amenaza, la compra de votos y las demás modalidades delictivas electorales, ante unos aparatos de control distantes e ineficientes que raras veces sancionan esas conductas, cuando no es que ellos mismos hacen parte de la corruptela.
De esta manera, cuando la competencia política ocurre en los niveles más descentralizados y periféricos de la institucionalidad, los partidos tradicionales y las mafias juegan de locales. Este es un asunto básico para entender el resultado de la contienda electoral que tuvo lugar el pasado 27 de octubre. Lo ocurrido en esa fecha fue el triunfo de las ciudadanías libres en seis de las siete más grandes ciudades del país: Bogotá, Medellín, Cali, Bucaramanga, Cúcuta y Cartagena. ¿Pero qué son las ciudadanías libres?
Las ciudadanías libres son una fuerza política joven en el contexto nacional, compuesta por individuos y organizaciones que principalmente desde fines del año 2016 vienen haciendo apuestas por la paz y contra la corrupción. Su identidad básica es el antiuribismo. No tienen estructura política nacional sino coordinaciones débiles e informales; son pues, un movimiento ciudadano poco articulado pero capaz de desencadenar hechos como la renegociación del acuerdo de paz luego de la derrota en el plebiscito que debió refrendarlo.
Las ciudadanías libres representan el factor más dinámico de la política colombiana en lo corrido de este siglo. Están compuestas predominantemente por jóvenes urbanos, en su mayoría del mundo educativo. Su líder más reconocido es Gustavo Petro, quien las movilizó electoralmente en junio de 2018 alcanzando más de 8 millones de votos, pero también atienden a otros liderazgos de base regional, como ocurrió en las elecciones recientes.
En efecto, esas ciudadanías no le pertenecen a Petro ni a Colombia Humana, su organización política. Simplemente fue ese líder quien mejor las interpretó en un momento preciso y propicio, la segunda vuelta presidencial, obligando al establecimiento a unificarse alrededor de otro candidato, y dando lugar a que la sociedad nacional se polarizara como pocas veces en su historia, respecto a dos alternativas realmente contrarias. De los resultados electorales solo se puede deducir que esa fuerza social y política no está escriturada a nadie con nombre propio.
¿Las ciudadanías libres son de centro o son de izquierda? Lo que se puede concluir de los resultados electorales es que esa masa de opinión es fluctuante dentro del campo alternativo. Ese es el fenómeno de fondo cuando se percibe que el país dio un giro hacia el centro en las elecciones pasadas. La fuerza ciudadana que triunfó en las más grandes ciudades se mueve entre el centro y la izquierda del espectro político, según las coyunturas y según sus liderazgos. Es innegable que en la parte final de la campaña electoral a la presidencia de 2018, y frente a la apuesta de Petro contra Fajardo, Robledo y De la Calle, esas ciudadanías se desplazaron hacia la izquierda del espectro haciendo reclamos fuertes contra el extractivismo, contra la inequidad y por los derechos sociales y económicos, es decir, fueron más allá de exigir un capitalismo decente que no asesine y que no robe; reclamaron sobre cuestiones estructurales del modelo neoliberal que rige en Colombia.
El giro ciudadano hacia el centro del espectro en las elecciones de octubre no guarda una coherencia con el descontento nacional que ha desatado el gobierno de Duque. Más bien tiene una explicación en la debilidad organizativa y la desorientación de las agrupaciones democráticas, en particular, la suerte que corrió en esta coyuntura Colombia Humana, el movimiento político más importante en la disputa con el uribismo el año pasado, y en la oposición al gobierno actualmente.
La débil presencia de Petro y de Colombia Humana, afectados en esta coyuntura por dificultades de personería jurídica y por la falta de una adecuada estructura partidaria y financiera, significó para ellos un relativo distanciamiento respecto a las Ciudadanías Libres y un acercamiento de estas hacia opciones de centro, moderadas, que no establecen relación entre la corrupción y la violencia, y las injusticias sociales que el modelo neoliberal impone en todo el mundo. Colombia Humana solo participó con sus candidatos, en alianza estratégica con la Unión Patriótica, en la tercera parte del territorio nacional.
El balance general, por lo tanto, es halagador en tanto muestra unas ciudadanías libres activas, atentas al devenir del país y dispuestas a la movilización. La prueba más diáfana de lo anterior es la disposición a enfrentar al gobierno de Duque y su “paquetazo” neoliberal en la jornada del próximo 21 de noviembre, esta vez, con el liderazgo del sindicalismo y el mundo laboral, el más golpeado por las políticas del actual y los anteriores gobiernos.
Las movilizaciones ciudadanas que preceden el paro de este mes, estudiantiles, de educadores y de indígenas, por la vida, contra la corrupción y en defensa de los derechos, unas veces a las urnas y otras veces a las calles, integran un proceso de acumulación de fuerzas paralelo a la acumulación de indignaciones que ya está maduro para una empresa de las dimensiones del paro nacional de esta semana.
El gobierno está relegado a la defensiva, negando que sea quien impulsa el “paquetazo”. “Yo no fui” anda diciendo Duque y tirando el agua sucia a sus ministros y al Congreso, en un intento por salvar su imagen y su menguada gobernabilidad. Pero de nada le servirá esa estrategia porque las exigencias populares que caminarán las calles van mucho más allá de las reformas laborales, pensionales y tributarias que se tramitan legislativamente. Las indignaciones son diversas; es el respeto a la vida misma lo que se exigirá al gobierno, después de su ineptitud ante las masacres a comunidades indígenas del Cauca, los “falsos positivos” militares contra exmiembros de la insurgencia y el bombardeo criminal a niños reclutados por grupos armados.
Los trabajadores tienen motivos para protestar, los campesinos también, los estudiantes igualmente; los indígenas, los pensionados, los jóvenes y las víctimas de las EPS de igual manera. Cuando las rebeldías se juntan, salta a la vista lo que siempre queda oculto cuando hay conflictos: que el problema no es sectorial, ni personal ni coyuntural. Salta a la vista que el sistema político como una estructura está al servicio de una minoría, que es estructuralmente injusto. Eso fue lo que entendieron los chilenos cuando se encontraron todos frente a frente en las calles, y por ello a través de una Constituyente van a refundar su país. Es por eso que el establecimiento anda hoy movilizado para bajarle el volumen a la jornada del 21, principalmente a través de los miedos y las falsas noticias.
El establecimiento además, corre otro riesgo mayúsculo frente a la protesta de los próximos días. Como ocurrió en Chile, llega un momento en que se generaliza una sensación de cansancio, de “no más”, de “basta ya”, cuando los abusos y las políticas antipobres se han aplicado gradualmente durante décadas y los de abajo entienden que es hora de poner freno. Es cuando se produce un estallido. La clase política colombiana ha sido maestra en la aplicación de esa gradualidad que permite presentar cada abuso como un pequeño sacrificio, algo temporal que redundará en grandes beneficios para el país o para los más pobres entre los pobres. Es la habilidad de esas élites para decorar los atropellos más grandes, entre ellos las alzas en los servicios públicos domiciliarios, en la gasolina, el 4x1000 y muchas otras que están amarradas a fórmulas y variables económicas diseñadas por la tecnocracia del establecimiento. De repente los colombianos podrían “descubrir” que están siendo ahorcados y que ya los han expropiado lo suficiente.
Esa película del Basta ya la hemos visto repetidas veces en nuestra América Latina desde la década de los noventas; en Ecuador y Chile hace muy poco, pero tendrá pronto otras versiones en otros países. Colombia podría ser uno de ellos.
Las maquinarias electorales fueron insuficientes el 27 de octubre para enderezar el camino al gobierno Duque. Sin que el país en conjunto se haya movido hacia la izquierda, esa administración salió mal librada, porque las ciudadanías libres mantuvieron su estatus político y hoy toman la iniciativa para plantar cara a las políticas neoliberales, algo que permite a Colombia ingresar en las dinámicas latinoamericanas de la resistencia al colonialismo y la dominación extranjera. América Latina es hoy el continente de la esperanza: hay triunfos y derrotas, avances y retrocesos, pero el paro del 21 demuestra que incluso en las naciones más controladas y atrasadas políticamente, como la nuestra, hay una reserva crítica dispuesta a rebelarse contra la injusticia.