Con los diálogos —iniciados desde el año 2012 y finalizados en el 2016 — y los acuerdos de paz firmados entre el Estado colombiano y las Farc, el campo y el sistema político colombiano ingresaron a una transición política marcada por importantes cambios en la sociedad civil. Ese tránsito se reflejó en importantes ajustes institucionales recogidos en actos legislativos, leyes, decretos leyes y procedimientos especiales como el fast track,que se instalaron en el ámbito de la superestructura política pero que en la práctica dieron pie a una intensa disputa política como la que se pudo observar en el plebiscito de octubre del 2016, el tema de las 16 curules para las víctimas, los recortes a la Jep, los montajes judiciales a los exguerrilleros y el bloqueo por parte del gobierno de Duque a la implementación de la reforma rural integral y del programa de sustitución voluntaria de los cultivos de uso ilícito.
La paz y su construcción en medio de un tétrico escenario de exterminio de líderes sociales, de exintegrantes de exguerrilleros y de la masacre de los indígenas ha regulado el campo político en los años recientes mostrando coyunturas de gran intensidad por su alcance alternativo respecto del modelo tradicional.
Así, por primera vez, la izquierda canalizó una amplia movilización electoral en las elecciones presidenciales del 2018, cuando Gustavo Petro obtuvo el respaldo de más de 8 millones de electores que le dieron apoyo a su programa de la Colombia Humana; se adelantó una consulta anticorrupción que involucró casi 13 millones de ciudadanos en una revuelta contra el saqueo de la elite política a los presupuestos públicos; se desplegó una potente huelga universitaria en el último trimestre del 2018 que cerró con una amplia victoria de los estudiantes en materia presupuestal; se adelantó, en los primeros meses del 2019, una histórica minga indígena en el Cauca que exigió la solución de importantes demandas de las comunidades aborígenes con bloqueos de vías y acciones de masas contundentes.
El pasado 27 de octubre, conforme la tendencia política dominante, tanto el gobierno de Iván Duque como el partido que lo respalda, el Centro Democrático, y su jefe Uribe Vélez, fueron derrotados con gran amplitud en las votaciones para alcaldes y gobernadores. Para voces importantes como la del expresidente Gaviria lo que se escuchó en la nación el domingo pasado en elecciones fue un grito nacional que clama transformación, y que le pide al gobierno que escuche los profundos cambios que reclama la gente y que se están presentando en todo el continente. Colombia no es la excepción. Pero, según él, el gobierno no lo reconoce así. Para el jefe liberal, “el gobierno estaba el domingo bajo plebiscito” y fue rechazado.
Agrega que el resultado del domingo dejó claro que la gente aprecia la paz, respeta los acuerdos, los quiere conservar no obstante la acción destructiva de Duque.
Hay que interpretar lo que acaba de ocurrir, sugiere, resaltando la gran fractura del poder presidencial pegado a un populismo barato que no contrarresta su aguda deslegitimación.
Lo que ofrece esa ruta histórica de reciente conformación nos está indicando una gran disposición de la ciudadanía en favor de la acción colectiva para superar la grave crisis política que nos afecta como nación y sociedad. Una potente voluntad para disponer de todos los recursos a disposición en el campo político que no son solo los electorales.
Como lo acaban de indicar las gigantescas movilizaciones indígenas en Ecuador y ciudadanas en Chile, el pueblo acumula energías y termina entendiendo que romper y destruir la hegemonía neoliberal supone trascender la rutina electoral y echar mano de la acción colectiva con todos los recursos y repertorios de la movilización: bloqueos de vías, huelgas, manifestaciones, paros cívicos, cabildos ciudadanos, marchas y plantones.
La paciencia del pueblo colombiano se agotó y para el próximo 21 de noviembre las centrales obreras, las organizaciones agrarias, las asociaciones comunales, los universitarios, las mujeres, los indígenas y otras formas de la multitud han previsto adelantar un gran Paro cívico para echar atrás las medidas neoliberales contra los trabajadores, contra las pensiones, en defensa de la salud, de la educación, de los acuerdos de paz, para exigir se detenga el exterminio de los líderes sociales, la sangrienta masacre de los indígenas sometidos a una cruel estrategia de guerra por parte de carteles de la coca manipulados por altos oficiales del Ejército y la Policía, quienes aprovechan el desorden territorial y social para acceder y apropiarse de las rentas diferenciales del negocio del narcotráfico, utilizando para tal efecto el distractor y la cortina de humo de los carteles mexicanos con el fin de facilitar sus negocios con el procesamiento, exportación de la droga y el lavado de activos que florece en el negocio inmobiliario y bancario de Cali.
Una movilización cívica y popular como la del 21 de noviembre no debe acoger la idea, frente a la masacre indígena, de una alianza entre los militares, policías y Guardia indígena, pues esos dispositivos estatales son focos podridos del Estado que deben ser depurados dada su directa autoría en el sistemático exterminio de los liderazgos sociales, campesinos e indígenas a través de las nuevas formas del neoparamilitares (Águilas Negras) en pleno auge por todo el país con el regreso del uribismo al gobierno.
Esas alianzas no tienen sustento y más bien pueden ser un atajo que termine favoreciendo el despotismo de la elite oligárquica.
Están dadas las condiciones, como ocurrió en México después de Ayotzinapa, para una gran ofensiva estratégica contra el viejo Estado fascista de la oligarquía empresarial, bancaria, militar, pro gringa y mafiosa que prevalece en la cúpula del gobierno.
Líderes como Petro, no obstante sus desaciertos en las recientes elecciones, deberían volcar todas sus energías a fortalecer la histórica movilización del 21 de noviembre, evidentemente encadenada a la gigantesca acción popular latinoamericana contra el neoliberalismo y el fascismo. Hay que interpretar correctamente lo que está sucediendo y no ponerse con medias tintas.