Es posible que suceda en todos los países del mundo, no lo sé, pero en Colombia cambiamos de apellido como de camisa. En un abrir y cerrar de ojos, porque lo que hoy es noticia, mañana es recuerdo y pasado mañana, olvido. No por mala voluntad, sino por arrastre. (A dónde va Vicente, a donde va la gente). Por eso el interés de los periodistas, de los gobernantes y de la sociedad misma es movedizo y poco confiable. Para los triunfos de algún compatriota, de la índole que sean, del presidente de la República hacia abajo, corremos a ponernos la camiseta. Para las derrotas, igual; corremos para ayudar a empujar al desdichado en su caída libre de la cresta de la ola.
Tengo fresco en la memoria que varios medios, de los que ahora celebran con alborozo la primera medalla de oro obtenida por una colombiana en un mundial de atletismo, hace unos años, cuando la actual campeona se radicó en Puerto Rico, dictaminaron que estaba próxima a salir de las pistas. Acabada. Ahora no, ahora todos son, somos, Caterine.
Colombia se apellida Ibargüen. Así lo cree.
Yo no —vos tan descolorida cómo te vas a apellidar así, imagino que me diría Sara Isabel García, la única niña negra del salón, vecina de pupitre y una de mis mejores amigas en el colegio—, pero Caterine Ibargüen me fascina; no la conozco, pero me fascina. Por lo que es y por lo que ha logrado. Ella solita. Con apoyos, sí, pero con sacrificios, sueños y esfuerzos propios, perseverancia y unas condiciones naturales que pocas veces se dan en una persona que carecía de todo lo necesario para cultivarlas y explotarlas. Pero lo hizo, gracias a que sus ganas y la confianza en sus capacidades no han respetado alambradas. (Y a que ha tenido los excelentes entrenadores que ha merecido, el que la trepó a las alturas es el cubano Ubaldo Duany, de quien ella dice es su segundo papá).
Me fascina porque cuando la veo competir, vivo lo que los taurinos aseguran vivir —yo no, no voy a toros— en una corrida: una experiencia estética. La plasticidad de las zancadas, los brazos como aspas cortando el aire, los músculos con la tensión al máximo, el vuelo impecable cubriendo una distancia mayor a lo que mide de largo un Twin Otter y, por último, la arena que levanta cuando su cuerpo cae y su cola de caballo se eleva al cielo. Puf, respiro al fin. Y la nueva medallista, como si fuera poco el espectáculo que acaba de brindar, saluda al planeta con una sonrisa de piano abierto que sella con broche de oro 29 años de saltos, que la han llevado de la pobreza de Apartadó a la cima del atletismo en Moscú, donde nadie sabe quién es Natalia París, pocos saben quién es Juan Manuel Santos y muchos saben quién es Caterine Ibargüen.
Me fascina porque es mujer y le gusta serlo, es negra y le gusta serlo, es antioqueña y le gusta serlo, es buena estudiante y le gusta serlo, es humilde y lo reconoce: “Duany es el que sabe qué hay que retocar, yo soy su instrumento”, y va por lo que quiere a plena luz del día; sin ases escondidos bajo la manga. Quiere superar su propia barrera de 14,99 en salto triple y lo dice; quiere alcanzar el record mundial de 15,50 y lo dice; quiere ganar la Liga de Diamante y lo dice; quiere arrasar en los Olímpicos de Río (2016) y también lo dice; quiere prepararse para su retiro y no solo lo dice, lo hace. Su cabeza bien amoblada tiene muy claro que la carrera del deportista de alto rendimiento es corta y que sobre las glorias obtenidas no se puede dormitar y que vivir en el futuro de la caridad pública, ni por el chiras. Desde ya se prepara para el pospodio: es enfermera y va a iniciar una Maestría en educación.
Y me fascina, también, porque es hermosa. Tiene una belleza que las pasarelas, los platós de televisión, los reinados y los quirófanos nos han llevado a desconocer. Me refiero a la belleza que resulta de ser como se es y serlo con orgullo, independiente de cuales sean los cánones impuestos por las corrientes de moda: pelilisas, pelicrespas; pelilargas, pelicortas; pelinegras, peliteñidas; curvilíneas, andróginas; con labios delgados, con labios pasados por avispero; pintorretiadas, carilavadas… La belleza en serie.
COPETE DE CREMA: En conclusión: no soy negra, no soy de Apartadó, no soy atleta —con cincuenta abdominales quedo de clínica—, no soy enfermera —veo una herida y salgo a mil, podría ganar bronce en los cien metros planos—, y no me apellido Ibargüen, pero Caterine, lo que ella representa y significa, me fascina.