Ya casi se terminaba el juego entre Colombia y Brasil. Ambos equipos estaban exhaustos, disminuidos por el calor infernal de Barranquilla. James y Neymar se encontraron. Sostuvieron un breve diálogo, como hacen ahora los futbolistas, la boca cubierta con sus manos para que los lectores de labios no se adentren en los secretos del partido. Pero el gesto fue visible. Con el empate era suficiente. Ambos salían beneficiados. La igualdad servía para tratar de sepultar a Chile y Argentina, enconados rivales de los brasileños.
De manera que cuando los líderes sonrieron y bajaron los brazos, los demás dejaron que transcurrieran los minutos y que el asunto se resolviera por las buenas.
El juego, sin embargo, da para varias interpretaciones. Hace 24 años, exactamente un 5 de septiembre, Colombia visitó a Argentina en Buenos Aires por la eliminatoria y la derrotó 5-0. Fue el grito de independencia. La liberación de Colombia del yugo rioplatense. Fue ese dejar de ser los hermanos menores que eran menospreciados o mirados con desdén.
Con Brasil no es igual. Pasan los años, los torneos, las eliminatorias y Colombia continúa subyugada. Viejo temor al papá Brasil. Vieja devoción a Garrincha, a Pelé, a Tostao, a Rivelino, a Zico, a Romario, a Ronaldo, a Ronaldinho, a Neymar. Colombia, casi siempre, con la cabeza gacha. Ni siquiera en el Mundial de 2014, frente al peor Brasil de la historia, se pudo despojar de ese ropaje timorato.
Respeto excesivo, que se volvió a notar en el juego del martes por la eliminatoria. Colombia, con James, tomó otro aire. Fue otra. Más agresiva y halló posibilidades de convertir, de dominar a su rival, que jugaba sin la ansiedad del que busca una clasificación. No vimos un Brasil intenso, pero siempre es aconsejable no ofrecerle ventajas, como ocurrió con el gol de Wilian, luego de que Arias dejara parpadear al impredecible Neymar.
Colombia, ante el abismo de la eliminación, reaccionó, tomó la pelota y se fue acercando hasta alcanzar la igualdad con un brillante pase corto de James, un centro preciso de Arias y el cabezazo certero de Falcao, a quien algunos llegaron a calificar como ex futbolista cuando tardaba en recuperarse de su lesión.
Hubo unos minutos más de entusiasmo colombiano, tras el golpe propinado a Brasil, pero una vez más apareció el peso de la historia, el viejo y excesivo respeto a Brasil. Y, desde luego, el cansancio, y entonces fue cuando tuvimos la impresión de que el empate estaba firmado.
No hubo agresiones. No hubo forcejeos excesivos, ni malintencionados. La inquina de Neymar con los zagueros colombianos, como sucedió en el Mundial de Brasil (salió lesionado) y en la Copa América de Chile (salió expulsado), desapareció.
Y, tal vez, esa calma de Brasil, ese espíritu amigable, alejado de cualquier revanchismo, haya tenido un origen afectivo. Cuando ocurrió la tragedia del Chapecoense, los brasileños no podían creer el gran gesto de solidaridad de los colombianos, especialmente el demostrado en Medellín. Esa imagen del estadio Atanasio Girardot lleno, las lágrimas de sus miles de asistentes y el sentido homenaje a las víctimas del accidente tocó las fibras más profundas de los brasileños.
De la rivalidad y los rencores que hubo atrás se pasó a un entrañable agradecimiento, que quizás llegó en el encuentro del martes en un momento en que una agotada Colombia, que había jugado bien, perdía el control en la mitad del campo y veía cómo su rival se acercaba con peligro.
Brasil levantó el pie del acelerador, vio que el empate les servía a ambos y aquel corto diálogo de James y Neymar fue la confirmación de un pacto de paz en Barranquilla.