Colombia arde, pero también sangra

Colombia arde, pero también sangra

"La quimera de la estabilidad dejó en el marco de una pandemia una realidad que no queríamos asumir"

Por: Juan Manuel Martínez Herrera
mayo 06, 2021
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Colombia arde, pero también sangra
Foto: Las2orillas / Leonel Cordero

Cuando el juicio moral sobre el otro prevalece sobre el juicio racional de las acciones que lo llevan a tomar sus decisiones es cuando nos damos cuenta de que la educación política de un país fracaso.

No nos sorprende leer comentarios en redes que atentan contra la integridad de alguien mientras tomamos café. No nos sorprende tomar posturas políticas tratando de ignorante a quien asume activamente su rol mientras tenemos ventanas abiertas de forma simultánea con videos graciosos. No nos sorprende ver denuncias de abusos, violaciones o excesos mientras compramos algo online. Quizá lo peor es que en medio de todo esto nacimos en un país que parece que nunca se ha sorprendido de la profunda desigualdad que arrastra.

La pobreza no es un concepto reciente, aunque se define a principios de siglo XX (Rowntree 1901), ha sido parte activa de la historia de la humanidad. En Colombia, como en la mayoría de países de América Latina, hemos paleado esta situación de vulnerabilidad bajo un paliativo llamado clase media. Esa extraña condición a la cual muchos sienten que llegan y otros trabajan con la aspiración de poder llegar. Es ahí cuando entendemos que esa falta de capacidad de asombro ante la desproporcionada desigualdad es un tema más que político o cultural. Hemos aprendido a vivir al lado de los que sobreviven y los que sobreviven, a aguantar con la expectativa de que mañana por fin puedan empezar a vivir.

En ese sentido, la cultura política del país custodia esta percepción de falsa estabilidad bajo la idea de la democracia e inclusión, pero el resorte que sostiene tal situación de desigualdad es la naturalización cultural de ello. Las nociones de riqueza se tornan irreales para las clases más vulnerables y aspiracionales, para dicha clase media. La riqueza extrema y la pobreza extrema coexisten en un mismo territorio en donde seguimos hablando de  “población colombiana” como una fábrica de ciudadanos homogéneos. La verdad, esto termina siendo una noción fantástica e incomprensible en medio de tantas distancias sociales, económicas y políticas.

Los esfuerzos de la OMS por trabajar en función de la idea de “calidad de vida”, como una forma de pretender unas condiciones dignas, representan realmente el fracaso institucional, no solo de Colombia sino de muchos países. Esto ya que hablar de igualdad en un mundo sustentado en un modelo diametralmente opuesto a ello carece de sentido. A pesar de ello la noción tiene un amplio espectro teórico, que gira en torno a concepciones  semejantes por diferentes vías. "Es el indicador multidimensional del bienestar material y espiritual del hombre en un marco social y cultural determinado" (Quintero, 1992). Lo único que compartimos en términos reales de esta definición es el marco social determinado. Vivimos en la misma época, en un territorio delimitado geográficamente, pero las posibilidades de una sociedad que hable a nivel nacional de “calidad de vida” son tan improbables como la popularidad de un gobierno que aumenta estas inequidades con cada decisión que toma.

Colombia arde, no por la coyuntura que enfrenta, sino por el combustible histórico que almacenó por siglos en un tanque que se viene rebosando. La quimera de la estabilidad dejó en el marco de una pandemia una realidad que no queríamos asumir: las clases más vulnerables en una crisis sin precedentes; la clase media despertando del sueño aspiracional de la riqueza a punta de impuestos; y la clase alta descargando sus intereses de acumulación en las otras. El hambre y la pobreza se cubrían con la cultura, y la gobernabilidad del estado con la política. En estos últimos días ambas comprensiones del entorno entraron en crisis, el inconformismo se tradujo en movilización social y el cansancio en vandalismo. El detonante no es producto del presente, sino de un discurrir histórico que en el marco de una pandemia se volvió insostenible, no solo para el gobierno, sino en especial para los actores económicos que este defiende.

Pasan los días y Colombia arde, pero también sangra. El enquistamiento cultural de una democracia fallida implicó que colombianos formados como agentes del Estado, que padecen las mismas crisis de aquellos a quienes enfrenta, persigan y asesinen a otros colombianos en las calles que defienden sus derechos. Al final del día, mucho árbitro de la moral acusa de un lado al criminal por romper un vidrio y exonera al asesino por seguir una orden, pero en el fondo la razón política que a todos nos identifica, pues a todos nos afecta, se desdibuja en sus argumentos. Finalmente, es ahí donde este sinsabor de país nos lleva a pensar que la razón de todo ello es el fracaso de la educación política.

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