La excepción no hace la ley, pero la costumbre sí. Y en Colombia hay una tradición corrupta que se ha ido instituyendo, se ha ido tomando todo el estado y ahora tiene la cara parecida a la institucionalidad.
Es frecuente y es fácil confundir la corrupción con la función pública.
No es difícil ver la negligencia sistémica de la burocracia.
El oficinismo es una culebra que se muerde su propia cola, es la sal que ya no sala, o sala mal, porque se ha ido corrompiendo paulatinamente.
La voz corrupción anhela parecerse a la voz pudrición.
Ser corrupto es estar podrido. La putrefacción significa fetidez, hedor, excremento. Lo que intento decir pienso que no lo he dicho por vergüenza, pero lo voy a decir con todas las letras: ser corrupto es ser una mierda.
La maraña del engranaje burocrático actúa como si necesitara del cariño dinerario de la corrupción. Le coquetea. Emplea un lenguaje soterrado.
El corrupto es un animalito que habita las cloacas.
Algún analista aseguró con asombrosa precisión que la justicia corre como liebre cuando debe castigar a los más débiles, pero avanza como tortuga cuando debe iniciar un proceso judicial contra los poderosos.
Poco o nada se habla de esta dictadura.
No soy sofista ni maniqueísta. La he sufrido en carne propia. Para mí, es una tiranía, y punto.
Confróntese el concepto de tiranía con nuestra injusta realidad jurídica para ver cuál es la conclusión.
Despachos judiciales colapsados, juzgados repletos de papelería; en plena civilización digital, la tramitomanía no mejora.
Parece una conspiración, un complot, para que el derecho al acceso a la justicia no sea un derecho, sino un servicio; peor aún: una mercancía muy bien cotizada, que se compra y se vende a precio elevado.
La corrupción, como la tiranía, es un ejercicio abusivo del poder que apunta contra una clase social específica.
¿Contra los condenados de la tierra, los mismo de Frantz Fanon?
El despotismo de la ley y de toda institucionalidad se siente con más fuerza en la base más empobrecida y derrotada de la sociedad.
Es tanta la pobreza de los empobrecidos, que ni siquiera voz tienen para exigir justicia.
No saben cómo exigir justicia.
Somos una cultura ágrafa, analfabeta.
Padecemos el síndrome del deje así, del dejado, pensaría Orlando Fals Borda.
La corrupción lo sabe y se aprovecha de eso; la ignorancia les sirve de coadyuvante para sus fines perversos.
Una papa podrida puede podrir el bulto. 47 funcionarios de la Fiscalía General de la Nación han sido capturados y cerca de 800 investigaciones a empleados de dicho ente acusador de Colombia.
Cuando la sal se corrompe es porque ya hemos alcanzado el colmo de la pudrición.
Comentan los que saben que Napoleón Bonaparte afirmaba que para cuidar a los delincuentes se necesitan custodios peores que los mismos criminales.
Es increíble, pero sucedió. El Fiscal Anticorrupción de Colombia es investigado por actos de presunta corrupción. Las circunstancias y las pruebas recopiladas sugieren que lo sorprendieron con las manos en la masa.
Ahora es el Secretario de Seguridad de Medellín que también es investigado.
¿Será que el que trata con la miel algo se le pega? ¿Será que en Colombia hay cargos donde es fácil sucumbir ante la tentación del dinero y la presión de los dueños de la fuerza bruta y macabra? ¿No es mejor ser honesto? ¿O es imposible serlo en una sociedad como la nuestra? ¿Es inevitable torcer la voluntad frente a las pruebas de integridad? ¿Por qué el Fiscal Anticorrupción hizo lo que hizo, en caso de ser ciertos los señalamientos de corrupción que hay en su contra?
Las respuestas a estas interrogantes pueden poner en claro muchas dudas.
La Fiscalía niega, niega y niega, pero no asegura ni responde nada.
