En los últimos meses han llegado a mis oídos historias que me molestan, pero que no me sorprenden; aparentemente algunos directivos de diversas instituciones educativas están perdiendo los escrúpulos, y en ciertos casos hasta la vergüenza, con respecto a las decisiones que están tomando y las demandas que les están haciendo a sus profesores, quienes previo a la pandemia ya venían lidiando con las vicisitudes que implica ser un profesional infravalorado. Lo que están a punto de leer son las vivencias de colegas docentes que anónimamente quieren dar a conocer lo que acontece en su panorama laboral, situaciones que en ciertos casos han terminado en forzosas renuncias y arbitrarios despidos.
Antes de entrar en materia es importante hacer una aclaración: lo que aquí narro no puede ser tomado como una constante, pues sé que son muchas las instituciones educativas, pequeñas o grandes, que valoran, apoyan y dignifican la labor del docente, siempre y cuando este la realice diligentemente.
Libardo José es profesor de física en un colegio de la localidad de Bosa en Bogotá, tiene 38 años y ha ejercido esta profesión por más de 15 años. Me cuenta que este año le fue muy difícil encontrar trabajo, ya que, según él: “los colegios prefieren que los profesores no superen los 35 años; es más, muchos lugares optan por contratar estudiantes de licenciatura con la excusa de “darles la oportunidad de ganar experiencia laboral”, oportunidad que de hecho les significa pagarles menos y aprovecharse de su inexperiencia”. Con algo de tristeza Libardo añade: “en este gremio la estabilidad laboral es un sueño, por ejemplo, aquí (refiriéndose al colegio en el que trabaja) sabemos que únicamente los de la rosca, o los que nunca cuestionaron las medidas absurdas que rector impuso pueden aspirar a tener trabajo el próximo año”.
Hablando de decisiones desatinadas, Luisa, una profesora de ciencias naturales de un colegio privado cuya ubicación me pide no mencionar me comenta que los coordinadores académicos propusieron, por no decir impusieron, que cada uno de los directores de grupo buscara un programa en internet que les ayudara a crear diplomas con el fin de reconocer “el esfuerzo y el excelente desempeño de los niños y jóvenes durante la pandemia”. Luisa asegura que al principio todos estuvieron de acuerdo, así fue hasta que les aclararon que tal distinción debía ser enviada a todos los estudiantes sin excepción: “un compañero docente cuestionó dicha medida argumentando que había niños y jóvenes cuyo desempeño académico no ameritaba tal distinción y que era improcedente hacer ese tipo de reconocimientos a personas que no habían demostrado tener problemas de conectividad o una calamidad que justificara su bajo rendimiento; el profesor no había terminado de hablar cuando el coordinador lo interrumpió para insinuarle que no se podían arriesgar a crear motivos para que haya deserción escolar. Todos entendimos que hay que mantener a los acudientes engañados, pero contentos”.
Y hablando de engaños, hay que ver lo que está sucediendo en algunas instituciones educativas en cuanto a cómo se está procediendo con las actividades y calificaciones. Miriam es una profesora de inglés con más de 10 años de experiencia en su campo, ama enseñar y ama a los niños, dice que su pasión es la docencia, pero que está harta de lo que viene sucediendo en los últimos años en relación con las prácticas evaluativas. “Con la pandemia todo empeoró, la rectora no lo dice de frente, pero la directriz es que todos aprueben y debemos hacer todo lo necesario para que así sea. Me he visto en la necesidad de llamar a las casas o enviar correos para que por favor se envíen las tareas, hay que darles 2, 3, 4 oportunidades para que no se queden, y lo que más de da rabia es que es injusto con los padres y estudiantes que si le están poniendo empeño”.
La profesora de inglés añade que: “durante una entrega de boletines virtual un padre de familia declaró que sabía que las buenas notas de su hija no eran reales y que estaba considerando seriamente en que ella repitiera en año”. La maestra culmina con algo de ira en su voz y su mirada diciendo: “yo sé que hay padres que pueden defender el proceso de sus hijos, pues han estado atentos y saben cuan esmerados han sido ellos con su estudio, pero hay otros a los que vergonzosamente les conviene callar, los colegios son cómplices de ese timo”. Miriam ya no trabaja allí, dice que fue orillada a renunciar.
Las anteriores historias tienen algo en común, los docentes aquí referenciados trabajan o trabajaron en instituciones educativas privadas que son negocios familiares en los que el tío es el coordinador académico, la rectora es la mamá, la coordinadora académica es la hija de la rectora, el vicerrector es el esposo de la hija y así sucesivamente. ¿Qué hay de malo en ello? Nada, absolutamente nada, de hecho, es muy positivo que generen empleo; el meollo problemático del asunto radica en la filosofía educativa implícita y mañosa que algunas instituciones educativas de esta naturaleza (no todas) suelen manejar. Son negocios pequeños que ven a los padres y/o acudientes como clientes a los que tratan de atraer y retener tanto como les sea posible; el rol del maestro es entonces el de un eslabón removible si es que este no se ajusta a los requerimientos de los directivos; no es de extrañarse que estos colegios renueven cada año la mayoría de su planta de educadores.
Libardo, Luisa y Miriam coinciden en algunas cosas más: a todos les pagan menos de lo que indica el escalafón docente, todos conocen a alguien más que está en su misma situación, todos piensan que sus empleadores están jugando con sus necesidades, todos se sienten presionados, todos se sienten irrespetados, pues aseguran que constantemente se les vulneran sus horarios de trabajo o su tiempo libre añadiéndoles carga laboral que no se ajusta a lo pactado en los contratos laborales, todos quieren quejarse frente al Ministerio del Trabajo, pero tienen miedo, porque “en esta época de pandemia y con el índice de desempleo tan alto uno no se puede dar el lujo de quejarse” dice Luisa.