Mientras la ahora exalcaldesa de Bogotá, Claudia López, junto con su ex Secretaria de Educación, Edna Bonilla, lucían orondas ante los medios de comunicación estrenando nuevos colegios en la ciudad, existe otra cara de la moneda que pocos conocen y que devela el significativo contraste que tiene la educación la principal ciudad del país. Por un lado, algunas instituciones son creadas y dotadas con la mejor infraestructura posible y por el otro, otros centros educativos oficiales lidian con el abandono gubernamental y luchan por ofrecer la mejor educación posible en medio de duras realidades.
Para los bogotanos y en general para la mayoría de la población del país, se volvió común la noticia de la apertura de nuevos colegios, o la reestructuración de antiguas edificaciones que durante décadas fueron abandonadas por el Estado en la capital. Fue en la administración de Luis Eduardo Garzón, del año 2004 al 2006, quien junto a su Secretario de Educación, Abel Rodríguez, donde se iniciaron las principales apuestas por transformar radicalmente la educación en la ciudad, asignando desde entonces, enormes presupuestos a dicha cartera y convirtiéndose en una meta a seguir: la gratuidad de la educación, la mejor infraestructura, la implementación de un efectivo Plan de Alimentación Escolar (PAE) y la mejora en la calidad de la formación.
En esa alcaldía, comenzaron a verse los primeros mega Colegios, en donde los barrios populares de la ciudad tenían acceso a infraestructura educativa acorde al siglo XXI, la necesaria para generar mejores procesos formativos y así comenzar el camino hacia el cierre de brechas educativas que durante décadas se han gestado con respecto a las instituciones de carácter privado. El proceso ha sido lento, pero los avances han sido notorios, sobre todo en lo relacionado con la construcción, ampliación y reestructuración de edificaciones, así como también en la disminución de la deserción y la garantía de un adecuado PAE que ha dejado atrás la corrupción. Sin embargo, la calidad, aunque ha aumentado según las mediciones nacionales e internacionales, está aún lejos de tan siquiera igualar la generada por entes privados.
Y esto último tiene varias razones, dentro de las que se destacan, la falta de inversión en capacitación y formación docente, la poca implementación de planes novedosos de bilingüismo, ciencia, tecnología, entre otros, así como también las grandes restricciones que aún existen para implementar la tan anhelada jornada única, sin contar el gran limitante que existe a la hora de ampliar el capital cultural de los estudiantes y sus familias, quienes se forjan en contextos donde la educación no es importante y, por consiguiente, lo que esté relacionada con ella, como el leer, pasa a ser para muchos una, “pérdida de tiempo”.
Sin embargo, es notoria la intención de los diferentes alcaldes que desde entonces han ocupado el segundo cargo ejecutivo más importante del país, Samuel Moreno, Gustavo Petro, Enrique Peñalosa y hasta hace poco, Claudia López, por destacar a la educación como un pilar importante de la trasformación social que requiere Bogotá y el país en general. Con aciertos y desaciertos, los esfuerzos por cualificar la formación de los estudiantes de los colegios oficiales en la capital son incluso ejemplos para otros entes territoriales de Colombia donde se toman como ejemplo las experiencias bogotanas con el fin de avanzar rápidamente hacia la transformación educativa en todos los niveles formativos.
Pero, así como se destacan los logros, es necesario analizar la otra cara de la moneda, la de aquellas instituciones que, por negligencia o descuido, no se han beneficiado del todo de dichos esfuerzos que desde la administración central de la ciudad se han realzado y por el contrario han tenido que luchar contra la corriente para prestar un servicio esencial para la comunidad, casi que con las uñas. Para entender dicho fenómeno, es necesario analizarlo en tres frentes importantes, la necesidad de generar réditos ante la opinión pública, el rezago financiero entre colegios oficiales y la posibilidad de integrar a los colegios a las iniciativas de transformación pedagógica.
En primer lugar, resulta que cortar el listón de una obra nueva para la ciudad, y más si es un colegio, resulta bastante beneficioso para los mandatarios que suelen luchar en contra de sus niveles de desaprobación y para ello lo contrarrestan con un poco de populismo del bueno. En ese sentido, se han priorizado la construcción de nuevos colegios, cosa que no está nada mal, no obstante, se cuestiona la priorización que se le da a dichas obras, pues en localidades como Suba o Kennedy, donde existe un déficit de cupos, resultaría primordial que se proyectaran nuevos centros educativos, con las características modernas necesarias.
Pero se ha vuelto común, que nuestros gobernantes elijan construir colegios por encima de las prioridades de la ciudad, aquí lo que importa es que estos se logren hacer y entregar durante el tiempo de la alcaldía, con ello la foto se toma y el listón se corta antes de culminar los 4 años de administración. Por ello, es común encontrar en localidades como Fontibón y Engativá, colegios a tan solo un par de cuadras de distancia uno del otro, mientras que estudiantes de suba, por ejemplo, deben caminar, tomar rutas y transporte público para estudiar en colegios oficiales en otras localidades.
En segunda instancia, el mantenimiento de los colegio oficiales de la ciudad depende de tres cuestiones, el Sistema General de Participación (SGP), de donde se transfieren recursos del Gobierno Nacional, la asignación de recursos por parte del Gobierno Distrital a través de la Secretaría de Educación, desde donde se patrocina, por ejemplo la gratuidad escolar y programas externos con los que cuenta cada colegio, como los apoyos pedagógicos, los profesionales de educación especial, docentes de media fortalecida, programas de Tiempo Escolar Complementario, entre otros, y por último, recursos propios de cada colegio, dentro de los que se encuentran el cobro de los certificados a exalumnos, el arriendo de tiendas escolares y rendimientos financieros.
Bajo estas premisas, por cada estudiante matriculado, los Gobiernos Nacional y Distrital, giran una serie de recursos monetarios, asignan profesores, directivos y demás profesionales con los que se da cumplimiento al derecho a la educación. Pero en lo que respecta a la cuestión financiera, con dichos recursos, que son bastante limitados, deben cubrirse gastos de operación, tales como servicios públicos, impuestos, gastos de funcionamiento, mantenimiento de las entidades, compra de equipos, financiamiento de proyectos, compra de suministros, entre otros.
En tercer lugar, ante ese panorama se gesta una desigualdad entre colegios oficiales bastante perjudicial, puesto que, un colegio recién entregado, apenas construido, totalmente dotado y dispuesto con los mejores estándares para su funcionamiento, recibe el mismo monto en proporción a estudiantes, que un colegio cuya infraestructura es obsoleta, y que, debido a ello, destina una proporción enorme de su presupuesto al mantenimiento y arreglos locativos, teniendo que dejar de lado, por obligación el desarrollo de proyectos que cualifiquen la experiencia educativa, así como de la adquisición de equipos que contribuyan al aumento de la calidad en la formación.
En ese marco, cabe preguntarse, ¿Por qué no se construyen nuevos colegios a la par que se reforman los ya existentes y que por cuestiones lógicas se han deteriorado en el tiempo? ¿Acaso las comunidades educativas de dichas instituciones deterioradas no merecen equidad en el gasto de los recursos que se destinan a la educación, así como también ecuanimidad a la hora de acceder a proyectos de innovación formativa?
Y es que, es necesario entender que el desarrollo de programas complementarios que cualifiquen los procesos de enseñanza y aprendizaje también dependen en gran medida de la infraestructura con la que cuente cada colegio, así como de los recursos girados por el Ministerio de Educación Nacional (MEN) y la Secretaría de Educación de Bogotá (SED) respectivamente. Por ejemplo, el Colegio Simón Bolívar de la localidad de Engativá, cuenta con dos sedes. La sede A, está ubicada en el barrio Quiriguá y la sede B en la Serena. Aunque son de la misma institución, la primera es una construcción de más 50 años, aproximadamente, con serios deterioros en su infraestructura, a tal punto que existen agrietamientos severos que han obligado a clausurar aulas y laboratorios previniendo derrumbes. La otra, es una edificación de no más de 20 años, con todas las condiciones para prestar el servicio educativo.
De los recursos girados, por el MEN y la SED, cada año, se deben pagar entre otras cosas los servicios públicos, las labores de mantenimiento y la compra de suministros para el funcionamiento de la entidad. Además, deben destinarse recursos para la compra de equipos, la dotación de implementos didácticos, salidas pedagógicas, compra de material pedagógico, entre otras necesidades a cubrir. Pero a ser sinceros, las directivas del Colegio Simón Bolívar de Engativá, se ven a gatas para cumplir con lo anterior, puesto que dadas las condiciones de las edificaciones de la sede A, la mayoría de sus ingresos se va en reparaciones, materiales y adecuaciones que permitan, medianamente utilizar sus obtusas aulas, previendo no suceda una catástrofe por cuenta de la obsolescencia de sus edificios.
De esta manera, ¿Cuánto presupuesto queda para la cualificación de los procesos formativos?, la verdad, poco o nada. ¿Quiénes son los perjudicados por el estado de las aulas del Colegio Simón Bolívar en su sede principal?, sin duda, su comunidad educativa, que con el paso del tiempo se ve relegada en el proceso de transformación educativa. ¿Es posible cambiar dicha situación a favor de esta institución educativa y de la comunidad a la que le sirve?, por supuesto, es cuestión de decisión y voluntad política.
Es entonces un reto de la actual administración, que, a dos meses y medio del comienzo de su cuatrienio en el gobierno distrital, no ha mostrado aún sendas de su política educativa y quedan en el limbo temas como la continuación de proyectos de gran escala liderados desde la Secretaría de Educación, así como las directrices relacionadas con la construcción de nuevos colegios y la reforma radical de los que lo ameritan. Tareas pendientes para Carlos Fernando Galán, quien, al ser la cabeza de la alcaldía, tiene en sus manos la posibilidad de continuar el proceso de transformación educativa que, a nivel nacional, Bogotá lidera y de la cual es ejemplo para otras zonas del país.
Así mismo, queda la responsabilidad en la actual y recién posesionada Secretaría de Educación, Isabel Segovia Ospina, de quien depende priorizar el desarrollo de iniciativas en las que se incluyan instituciones que no se han beneficiado de la transformación de su planta física y para aquellos que, por esta misma razón, se ven altamente limitados para adentrarse en proyectos de reconversión educativa. Voluntad y decisión política, las claves para que todo lo dicho hasta acá, se vea reflejado en las generaciones futuras. La papa caliente queda en manos de ella, del alcalde y de quienes deciden ahora el destino de Bogotá.
Entre tanto, el Colegio Simón Bolívar de Engativá, sigue esperando a que la política educativa de trasformación de sus sedes llegué algún día, para así, adentrarse con firmeza en los propósitos de continuar cualificando los procesos formativos de sus estudiantes, y no como ocurre en la actualidad, donde dicho proceso se ve torpedeado por la necesidad de mantener su infraestructura obsoleta con los pocos recursos que recibe cada año.