Que Colombia sigue siendo el paraíso de las drogas dan cuenta no solo los cientos de novelas que mantienen vivo el altar a la memoria y la cultura traqueta, sino la realidad de nuestra economía, que ya se habría ido al carajo si no fuera porque la coca es el salvavidas y la base del comercio en muchas regiones campesinas.
A pesar de estos hechos incontrovertibles, ha sido tradición mantener en pie la declaración de guerra contra las drogas, por lo que el anuncio del presidente esta semana cayó como un baldado de agua helada: Santos expresó su intención de llevar al Congreso una iniciativa que evite la judicialización de los cocaleros, y muchos se preguntan si ese es el primer paso hacia la legalización de la coca.
La noticia, aunque desconcertante, no varía en nada la realidad, pues en muy pocas ocasiones se les judicializa, ya que nadie tiene interés en irse contra los campesinos que son el eslabón más frágil y victimizado de esta cadena. Pero, entonces, ¿para qué anunciarlo precisamente ahora que pesa sobre Colombia la amenaza de la descertificación?
Desde el 2012 se produjo un acuerdo tácito entre el gobierno y las Farc en el sentido de detener todas las acciones contra los cocaleros como uno de los principios básicos del cese del fuego. El gobierno se comprometió a encontrar una solución integral, con énfasis en la sustitución, que ha sido una política probada, problemática, y en buena medida, fracasada, pero en la que se insiste, como si ya hubiéramos renunciado a pensar y no nos quedara más alternativa que seguir repitiendo los errores.
Uno de los problemas principales de la sustitución
es que genera un incentivo perverso
que incrementa el cultivo de coca
Uno de los problemas principales de la sustitución es que genera un incentivo perverso que incrementa el cultivo de coca. A la oferta de ayudas y subvenciones, muchas poblaciones campesinas vuelven a la coca para hacerse elegibles y recibir los beneficios. Otro de los problemas, es que la sustitución (que es un proceso de transformación costoso y lento), no ofrece los réditos de la coca. La pasta de coca es fácil de transportar, las bandas criminales tienen informalmente agremiados a los cultivadores y el precio se sostiene más o menos constante, por lo que es una moneda de cambio efectiva.
Dentro de las negociaciones, las Farc se comprometieron a cooperar con la erradicación del narcotráfico, y fue este compromiso una de las condiciones que justificó la legitimidad de una jurisdicción especial: en la lógica del resarcimiento del daño causado, tenía sentido que las Farc pagaran sus deudas con la justicia no con la cárcel, sino con acciones efectivas que promovieran el desmonte del narcotráfico, y eso fue lo que nos prometieron. Sin embargo, un año después de firmados los acuerdos de paz, el país está inundado de coca, superando por mucho las 146 000 hectáreas cultivadas registradas por las Naciones Unidas el año pasado.
Con Estados Unidos declarando su epidemia por la crisis de los opioides,
estamos a un paso de perder a un socio extraordinario en esa lucha,
si es que terminan descertificando a Colombia
No es cierto que la guerra contra las drogas no es una guerra nuestra. Como la demanda mundial se mantiene estable y los carteles no tienen interés en deprimir los precios internacionales, la sobreproducción de cocaína está inundando el mercado interno y disparando el consumo, por lo que estamos en el camino de declarar una crisis de salud pública. Con Estados Unidos declarando, en este instante, su propia epidemia por causa de la crisis de opioides, estamos a un paso de perder a un socio extraordinario en esa lucha, si es que terminan descertificando a Colombia, cosa que no ocurría desde Ernesto Samper.
Si el gobierno está comprometido con esta guerra contra las drogas, insisto, tendrá que devolverse a pensar y plantear una salida que no repita las políticas que han fallado una y otra vez, y enfrentar esto sin confundir el aspecto moral con la lógica de mercados. ¿Existe una salida? Yo creo que sí, pero eso es tema de conversación para otra columna.