Es para nosotros un gran honor haber sido invitados a este Congreso de la Juventud Comunista. En particular para mí, que hace más de cuarenta años comencé mi militancia revolucionaria en esta organización. Desde mi ingreso a la JUCO, nunca he dejado de sentir en mis venas esas ansias de luchar por un mundo y un país mejor. Tiene esta organización el mérito histórico de haber formado gigantes como Alfonso Cano, y continuar encendiendo la misma llama en los jóvenes de Colombia.
De la Juventud Comunista, apenas con 17 años de edad, en 1976, hice el tránsito a las FARC. Como he contado en otras ocasiones, quien me hizo la hoja de vida al ingresar fue el Camarada Jacobo Arenas, aunque eso sólo lo supe tiempo después. Aquella vez, frente al señor de gafas que me hacía preguntas y registraba mis respuestas en su máquina de escribir, pensé que a aquel viejito debían tenerlo para eso, para hacer hojas de vida. Así son los jóvenes de todas las generaciones, irreverentes, demasiado confiados en sí mismos como para reconocer los méritos de otros.
El trasegar guerrillero me llevó unos años después a servir directamente bajo sus órdenes y las de Manuel Marulanda. Incluso a que fuera el camarada Jacobo quien me propusiera otros años adelante, para ser miembro del Secretariado Nacional de la organización. Allí comencé a tomar parte de la dirección general del movimiento, aprendiendo de los grandes maestros que me precedieron en tal responsabilidad, Manuel, Jacobo, Alfonso y Raúl. Y de otros como Martín Villa, quien había sido mi primer conductor en tareas directas de combate.
En realidad me hago presente en este evento, con el propósito de compartir con ustedes, los jóvenes comunistas, la experiencia que representó para nuestra organización la larga gesta de búsqueda de la solución política al conflicto armado en que nos debatíamos con el Estado. Fue precisamente en 1983, un año después de celebrada nuestra VII Conferencia Nacional, que había aprobado las líneas generales de un plan estratégico hacia la toma del poder, cuando llegaron a las FARC desde el partido y en condición de integrantes del Secretariado Nacional, los camaradas Alfonso Cano y Raúl Reyes. Su primera marcha tuvo como propósito asistir a un encuentro con los delegados del gobierno de Belisario Betancur con el objeto de iniciar conversaciones de paz.
Ya desde entonces escuchamos con detenimiento a los camaradas Manuel y Jacobo, referirse repetidamente al esfuerzo general de nuestro movimiento por alcanzar un acuerdo de paz. Desde entonces estuvo perfectamente claro para la dirección de las FARC, que en el propósito de alcanzar el poder político, nuestra organización contaba con dos alternativas fundamentales, la insurrección armada o la vía política que nos encargaríamos de abrir a partir de un acuerdo que pusiera fin al conflicto armado.
La vía insurreccional partía de la futura confluencia entre la construcción de un ejército del pueblo, que iríamos construyendo pacientemente al calor de la confrontación militar, y un gran movimiento de masas, es decir de millones y millones de colombianos y colombianas convencidos de la necesidad de dar un vuelco radical al orden establecido en nuestro país. Como marxistas, como revolucionarios leninistas, siempre tuvimos claro que una parte de nuestro esfuerzo debía dirigirse a la preparación de la fuerza guerrillera, mientras otra se dirigía a la conformación de un poderoso movimiento de masas, que sería en últimas definitivo para el éxito del proceso revolucionario.
Ya entonces nos repetían Manuel y Jacobo, que sin ese movimiento nuestro objetivo de toma del poder sería inalcanzable. Podríamos conformar una fuerza guerrillera de 30.000 integrantes, pero entonces el Estado multiplicaría su ejército a 200.000. Y si llegáramos nosotros a alcanzar los cien mil hombres en armas, ellos se volcarían a construir una fuerza pública de un millón de hombres, en una espiral de violencia que no iba a tener fin. Lo único que podría inclinar la balanza del lado del cambio, era la existencia de una gran fuerza popular que apoyara nuestra lucha. Por eso uno de nuestros objetivos principales consistía en la creación de tal fuerza.
Desde entonces surgió la inquietud de cuál era la posibilidad real de conformar un movimiento de masas de semejante naturaleza en medio de las condiciones de la guerra. En las FARC confiábamos que podía hacerse, en buena parte con nuestro trabajo político, y en buena parte con el trabajo de otras fuerzas revolucionarias, democráticas y progresistas, con las que podríamos converger en un gran movimiento de avanzada. El Partido Comunista, hay que decirlo, siempre estuvo con nosotros.
Tampoco éramos ciegos ante la realidad. En un régimen de carácter antidemocrático, represivo y violento esa tarea no sería fácil. Así que debíamos considerar la posibilidad de transformar el carácter de ese régimen terrorista, mediante una apertura democrática que abriera los espacios políticos y las garantías para el ejercicio amplio de la oposición. Si lográramos esto, las posibilidades que se abrirían para el trabajo de masas serían impresionantes. Fue la idea que inspiró siempre la búsqueda de la solución política al grave conflicto armado que vivía el país.
Y fue precisamente en aquel año 83 al que me refería atrás, en el que las FARC iniciamos la larga batalla por la solución política, en medio de la dialéctica de la guerra y la violencia. Al año siguiente logramos la firma de los Acuerdos de La Uribe, que contemplaron la desmovilización de las FARC para irse integrando paulatinamente a un nuevo movimiento político que nacería en el país. Fueron los tiempos de la Unión Patriótica, nuestra primera tentativa de conformar en conjunto con otras fuerzas y organizaciones políticas, un movimiento amplio, que fuera capaz de recoger la inconformidad de los más diversos sectores de la nación.
Recuerdo ahora las palabras del camarada Manuel, cuando refiriéndose al exterminio de la UP, se quejaba precisamente de la ignorancia de la oligarquía colombiana. SI hubiera sido más inteligente, en su parecer, no habría dado lugar a semejante holocausto, sino que hubiera procurado cumplir fielmente los Acuerdos de La Uribe. De haberlo hecho, de habernos cogido la caña, como solía decir Marulanda, habrían puesto fin al conflicto armado y habrían conseguido desmovilizar las FARC. Por eso en adelante, cada vez que se hablara de la oportunidad de unos diálogos de paz, teníamos que tener presente que de cogernos la caña, debíamos asumir el reto de la lucha legal, y por tanto prepararnos de la mejor manera posible para ello. Lo más importante para nosotros en ese caso, sería conseguir que se abrieran los espacios políticos y las garantías para la más amplia oposición.
Fue mucho también lo que advirtieron y repitieron Manuel y Jacobo en torno a la seriedad de nuestra propuesta de solución política al conflicto armado. No se trataba de una treta, de una táctica para ganar tiempo mientras nos armábamos más y preparábamos la ofensiva final. La búsqueda de la solución política dialogada debía ser un hondo anhelo de nuestra organización, teníamos que trabajar concienzudamente por alcanzarla. La lucha armada que librábamos, además de labrar el camino para una posible insurrección futura, era también un recurso al que apelábamos para presionar una salida política a la confrontación. No entenderlo de ese modo constituía una desviación de nuestra línea política y militar.
Las FARC habíamos nacido como producto de la reacción popular campesina del sur del Tolima, a la violencia y la guerra que se desató contra ella desde el Estado. No éramos el resultado de un plan previo insurreccional concebido por algunas mentes privilegiadas. Hacíamos parte de una realidad nacional de persecución contra las ideas de izquierda y de oposición, reflejo de la aplicación al dedillo en nuestro país de la doctrina de seguridad nacional norteamericana. El pueblo colombiano no era el generador de la violencia. Por el contrario, su mayor anhelo era la paz. Su levantamiento obedecía al espíritu de resistencia, que había encontrado en el Partido Comunista, un camino y un guía para transitar en la lucha hacia el cambio de régimen en nuestro país.
Ese cambio tenía que comenzar por garantizar la vida, la integridad física, la libertad en todos los sentidos, a quienes adversaban al sistema y al régimen imperante. Lo revolucionario en la Colombia de la segunda parte del siglo XX no era la violencia de los de abajo, pues la violencia era una tragedia que se cernía sobre la patria, sobre todo la rural, ahogándola en un mar de sangre. Lo revolucionario en nuestro país era la lucha por conquistar la paz, para sobre ella trabajar por la creación y consolidación de un régimen de democracia política en el que fuera posible, con las mayores garantías, librar las luchas por la elevación del nivel de vida de la población, así como su bienestar social en todos los sentidos. Por eso las banderas fundamentales de las FARC durante los últimos 35 años fueron la paz, la democracia, la justicia social y la soberanía.
Sin espacios políticos, sin garantía del derecho a la vida y al ejercicio de los derechos políticos, resultaría una tarea casi imposible la construcción de un gran movimiento de masas por el cambio o la revolución en nuestro país. O lo lográbamos mediante una insurrección triunfante, o lo alcanzábamos mediante una solución política. Esa fue si se quiere, la dicotomía que caracterizó nuestra lucha desde los Acuerdos de La Uribe.
Desde luego que ninguna de estas cosas podría ser examinada al margen de las tendencias imperantes en el contexto mundial y continental. Una cosa era el mundo en el año 1964, cuando la existencia de la Unión Soviética y el llamado bloque comunista de Europa Oriental constituían una importante barrera a las aspiraciones imperialistas de dominación y explotación de todos los pueblos del mundo, y otra cosa fue la realidad internacional tras la caída del muro de Berlín y el derrumbe del socialismo real.
Los revolucionarios del mundo entero, particularmente los que librábamos nuestras luchas en el llamado tercer mundo, perdimos un poderoso baluarte en la balanza del poder mundial. Si antes clamábamos orgullosos porque un tercio de la población del planeta construía efectivamente el socialismo en sus países como una alternativa al orden capitalista, en adelante nos tocó oír y vivir el coro de los vencedores tildándonos de retrógrados, matando la esperanza en centenares de millones de personas, para quienes el sueño se hizo añicos sin que los imperialistas hubieran tenido que disparar un solo tiro para destruir la Unión Soviética y el bloque comunista.
Seguramente que la mayoría de ustedes es demasiado joven para haber percibido el impacto de semejante desastre. Para graficarlo de algún modo, apelando a hechos más recientes, podríamos comparar guardadas las proporciones, lo sucedido entonces con el socialismo real, con la profunda crisis por la que atraviesa Venezuela.
Nos sentimos solidarios, admiramos y seguimos la revolución bolivariana que encabezó el presidente Hugo Chávez, aspiramos a que el chavismo logre salir del pantano al que ha sido conducido, pero nos resulta prácticamente imposible ofrecer al pueblo colombiano una alternativa como la que emprendió Venezuela con su revolución. Por encima de la propaganda uribista, no existe en nuestro país una disposición de las grandes mayorías para repetir la fórmula que emprendieron los venezolanos 20 años atrás. Con mucha mayor dimensión, la caída de la URSS quitó el discurso a los revolucionarios y nos obligó a la creación de uno distinto. La gran revolución rusa de 1917 había terminado como jamás lo imaginamos.
Vivimos tiempos muy diferentes. Hasta unas décadas atrás, los revolucionarios no teníamos sino que repetir unas fórmulas conocidas acerca de los factores objetivos y subjetivos de la revolución, para decretar en nuestros debates el triunfo de la insurrección armada y el comienzo de la construcción del socialismo. Hoy las cosas no resultan tan fáciles como eso. Nuestro reto, como materialistas dialécticos consecuentes, consiste en diseccionar del modo más acertado la realidad contemporánea, para sobre esa base levantar los planteamientos más realistas posibles acerca de los caminos que debemos recorrer para transformar nuestras sociedades.
Los dogmas, el sectarismo, las verdades reveladas son cosa del pasado. El derrumbe del sistema capitalista y la emergencia del sistema socialista no parecen tan inminentes como lo creíamos en otros días. Las cuestas se han empinado, los obstáculos se multiplicaron. Quizás nunca como antes se hizo tan evidente la necesidad de crear, de inventar, de ensayar opciones distintas.
No cuento con el espacio para referir las incidencias de la lucha armada de las FARC durante los 53 años de guerra. Puedo afirmar sin embargo, que como guerrilleros de base y comandantes, las mujeres y hombres de las FARC-EP lo intentamos absolutamente todo para triunfar. Testimonio de ello son los miles y miles de combatientes caídos en combate, en prisión o en otras desgracias peores. Enfrentamos al monstruo bicéfalo de la oligarquía y el imperialismo, consiguiendo cada tiro, cada arma, cada grano de arroz, cada uniforme o aparato, sin haber recibido jamás apoyo alguno del exterior. Todo lo construimos con nuestras uñas, con sacrificios inenarrables y a veces con costos demasiado altos. Jamás nos quejamos, trabajábamos simplemente como hormigas.
La brutalidad de nuestros adversarios alcanzó extremos impensados. El pueblo colombiano, y en particular las comunidades campesinas, indígenas o negras, se convirtió en objetivo militar del régimen y sus aliados, que emprendieron una carnicería implacable contra él. El dolor de Colombia alcanzó extremos intolerables. Los crímenes, las masacres, los desplazamientos forzados y los despojos llegaron a alcanzar a más de ocho millones de nuestros compatriotas. La confrontación terminó en un horror sin solución militar a la vista. El clamor por la paz se transformó en la vida para millones de seres humanos. La solución política por fin consiguió el respaldo de inmensas masas de colombianos. La extrema derecha se opuso con su tradicional odio a cualquier salida de esta naturaleza, y sólo una gran convergencia de fuerzas de diverso orden consiguió inclinar la balanza política nacional por la paz y las soluciones dialogadas.
Es claro que los Acuerdos de La Habana representan una victoria de las fuerzas revolucionarias, democráticas y progresistas en nuestro país. Que no quepa la menor duda al respecto. No podían ser la carta de navegación de un nuevo gobierno de corte socialista, como ingenuamente consideraron algunos que debían ser, pero fueron el triunfo más grande del consenso en la historia nacional. No podían materializar el programa agrario de los guerrilleros marquetalianos, pero tampoco fueron la instauración de las políticas neoliberales propugnadas por sectores empresariales. Contienen elementos muy positivos para la solución de los más grandes problemas del campo colombiano.
Hay que leer, que estudiar con detenimiento cada uno de sus capítulos, para descubrir el enorme potencial transformador que contienen. Las puertas que abren para que con argumentos legítimos los sectores olvidados del país, gozando de las garantías contempladas en su texto, se movilicen a hacer realidad las reformas contempladas a su favor. Tenemos a la comunidad internacional presionando como nunca antes al Estado y al gobierno colombiano, para que no burle de ningún modo lo acordado en cada punto pactado. Nos corresponde el deber de difundir los Acuerdos, de hacerle conocer a las mayorías colombianas, engañadas y manipuladas por sectores de extrema, lo que su cumplimiento real significaría para ellas. Nuestro mayor reto consiste en conseguir el respaldo de masas para su implementación, en eso trabajamos como nuevo partido político.
Es imposible no ver el modo como la realidad política colombiana se trasforma aceleradamente como consecuencia de los acuerdos de paz de La Habana. El extraordinario movimiento que se ha ido conformando en nuestro país en pro de la paz, de los cambios democráticos, de la verdad y justicia en contra de la impunidad. Si consiguiéramos que la juventud colombiana, empezando por la revolucionaria, asumiera el papel histórico que tiene ante sí, para ponerse al frente de la pedagogía, de la defensa, de la movilización por el cumplimiento de los Acuerdos de La Habana, habríamos conseguido un impulso considerable.
Ni negamos, ni somos ajenos a las enormes dificultades que representa la implementación de lo acordado. Sabíamos que las clases dominantes no iban a aplicarlos de manera automática, estábamos ciertos de que tendríamos que luchar por hacerles cumplir su palabra. Es lo que hacemos, con el respaldo y las simpatías de cada vez mayor gente en nuestro país. La FARC se encuentra en el Congreso de la República, enriqueciendo y dando vigor a la gran convergencia democrática por la paz. Somos un partido que se mueve por todo el país llevando su mensaje. Jamás en Colombia se había abierto una posibilidad semejante.
Lo que más nos anima es el creciente respaldo que hallamos en cada uno de los lugares donde nos presentamos. No hay que ser mago para percatarse de que la paz y la democracia cuentan con mayores aliados cada día. La guerra es un asunto que no interesa a la inmensa mayoría de nuestros compatriotas. Nadie, solo los fanáticos sectores de ultraderecha que anhelan hacer trizas los Acuerdos, quiere repetir la amarga experiencia que para nuestro país representó el cruento conflicto de 53 años. Es a ellos a los que hay que arrinconar y derrotar.
Lamentamos profundamente que existan en nuestro país sectores extremos, que con un pretendido lenguaje revolucionario, que los convierte en una secta completamente ajena al sentir de las grandes mayorías nacionales, coincidan con esa derecha extrema en su afán de frustrarle al país la posibilidad de las paz y las reformas democráticas. Ni siquiera Uribe o Fernando Londoño han logrado despedazar los Acuerdos como anhelan hacerlo. Por eso sorprende que voces que dicen ser de izquierda coincidan en ese afán con ellos, calificando los Acuerdos de La Habana como un rotundo fracaso, o como el hundimiento definitivo de los esfuerzos de paz, reconciliación y justicia social que animaron desde siempre a la insurgencia.
Nuestro partido, los únicos y legítimos herederos de las FARC-EP, de acuerdo con lo definido por la X Conferencia Nacional de esta organización y el Primer Congreso de nuestro movimiento, carece de la intención de polemizar con ellos o conferirles la menor importancia. Nuestra tarea consiste en llegar a millones y millones de colombianos y colombianas, mediante una histórica coalición de fuerzas revolucionarias, progresistas, democráticas y de avanzada, y es a ella a la que pensamos dedicar todos nuestros esfuerzos. La historia se ha encargado de enseñarnos cómo y dónde terminan los grupos fanatizados aislados de las grandes mayorías. Nosotros trabajamos por sumar y multiplicar, eso es lo que compete a los revolucionarios. Dejemos a otros la labor de restar y dividir, que nada tiene que ver con las prácticas comunistas.
RODRIGO LONDOÑO ECHEVERRY
Presidente de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común FARC