Y renunció el señor Otálora a su cargo de Defensor del Pueblo. No lo hizo con un mea culpa porque no reconoció error o delito. Más bien asumió compungido actitud de víctima, como si el procurador y los medios estuviéramos “clavándolo”. Con dignidad tardía se acordó que no era bueno sobreponer su defensa personal ante los intereses de esta importante institución.
Esto no es raro en un país donde la gente en cargos públicos considera que su mejor defensa es atornillarse en sus poltronas para manipular y desde allí intentar desvirtuar las acusaciones.
No renunció Montealegre con los escándalos de Natalia Springer, no renunció el procurador acusado de haberse hecho reelegir de quienes le debían favores, no ha renunciado el magistrado Pretelt acusado de múltiples delitos, entre otros el de la compra de tierras de despojados y negociación de fallos, no renunció el general Palomino después de los escándalos de la Comunidad del Anillo, aunque ahora investigado por la Procuraduría de pronto le da por seguir el ejemplo de Otálora.
Hacía adelante no renunciará, seguramente, el ministro Cárdenas por los malos negocios en los que metió a Ecopetrol o por la venta de Isagén y en el pasado recordemos el célebre proceso 8000, en el cual no renunció el Presidente Samper aunque se probó plenamente que su campaña fue financiada con dineros del narcotráfico.
Frente a cada una de estas situaciones los acusados utilizan explicaciones absurdas como la de que renunciar es reconocer la culpa. ¡Estupidez total! Lo que se busca al apartar del poder a un servidor público es que se defienda sin utilizar las prerrogativas del cargo, pagadas con nuestra plata. Y eso fue precisamente lo que le hizo saber el procurador Ordoñez en la providencia con que suspendió por tres meses a Otálora. Suspensión divulgada poco antes de la renuncia del defensor y que al parecer fue el empujoncito que precipitó su salida.
Cuando una persona pública se queda en el cargo no hay garantías para las personas que lo acusan. Eso quedó claro con las renuncias de dos de los más altos colaboradores de Otálora y la llamada a calificar servicios a varios de los involucrados en el escándalo de la Policía.
Se acusa a Otálora de dos delitos: acoso laboral y acoso sexual. Ninguno de los dos pertenece al ámbito de la vida privada. Los delitos, así sucedan en el hogar, o en la relaciones íntimas, siguen siendo crímenes que ofenden a la sociedad. Por eso se tipificaron en leyes que los funcionarios públicos juran honrar y respetar.
La Ley 1257 del 2008, por ejemplo, diseñada para prevenir y castigar la violencia contra la mujer, así lo afirma y lo hace porque los violentadores se escudaban precisamente en esa falacia: que se trata de un tema de la vida privada, una relación consentida entre dos personas adultas, etc. etc. El acoso sexual deja de ser tema personal desde el momento en que se convierte en violencia.
Pero adicionalmente, el señor Otálora era funcionario público, jefe directo de la mujer que lo acusa de violencia sexual y de quienes lo acusan de acoso laboral. Utilizar el poder para ganar favores sexuales o manipular laboralmente es una circunstancia de agravamiento del delito y por lo tanto merece mayor severidad en el castigo.
Mientras el acusado conserve su estatus de mando y poder, no hay garantías para la parte acusadora. Esto es un elemental factor de igualdad ante la ley. Por supuesto, mancillan el uniforme y el cargo mientras sigan allí, pero lo fundamental, más que la institucionalidad, es el respeto de los derechos humanos y las garantías en los procesos. Ojalá entiendan esto otros acusados y sigan el ejemplo Pretelt y Palomino.
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